Uno de los momentos más importantes de la novela “El secreto de los Dedos de Aignes” esel desembarco de Normandía, aprovechado por el General Meyers para lanzar a su unidad sobre la zona para cumplir con su misión. La documentación existente me permitió recrear muy fielmente el viaje nocturno que los paracaidistas norteamericanos realizaron durante aquella noche tan importante, así como todos los movimientos del frente que se realizaron durante los días sucesivos al inicio de la ofensiva. Quise recrearlo desde un punto de vista algo diferente, el de un soldado cuya misión no es combatir de frente al enemigo, sino evitarlo para avanzar por territorio alemán jugándose el cuello. Por ese motivo James y su unidad no se detuvieron más que el tiempo necesario para huir del escenario, puesto que cada hora que transcurría allí aumentaba el riesgo de hacer fracasar la misión. Aún así es palpable el peligro y el caos que imperó aquella mañana del mes de Junio de 1944.
Si os interesa conocer algo más sobre aquel día, o sobre el inicio de la mayor ofensiva militar realizada en toda la historia, pinchad en los siguientes enlaces:
- Desembarco de Normandía
- Seis libros y seis películas sobre el desembarco de Normandía
Aquí tenéis un extracto del segundo capítulo de mi novela “El secreto de los Dedos de Aignes”
, donde describo un fragmento de la batalla. Pincha en la imagen para leer la sinopsis y el primer capítulo de la obra:II
Madrugada del 6 de Junio.
El avión traqueteaba, ascendía y descendía de manera brusca, y en ocasiones efectuaba giros abruptos. Los hombres comenzaron a sentir el estómago revuelto, y Dupre se inclinó sobre sus rodillas, evacuando la cena y añadiendo el del vómito a la diferente amalgama de olores reinante en el interior del avión. Aquello había situado el estómago de James en pie de guerra, pero logró dominar las arcadas gracias a la acertada decisión de abrir la compuerta principal, animando de manera sustancial la moral de los soldados. La brisa era fresca y despejaba lentamente a los más adormecidos o angustiados. James, aprovechando su situación privilegiada en el primer puesto de la unidad, junto al teniente Smith, asomó la cabeza por la puerta del avión. Nunca olvidaría el espectáculo que se desarrollaba a sus pies aquella noche: diseminada a lo largo de una larga línea de batalla, la mayor flota de invasión jamás creada navegaba bajo ellos a toda máquina dispuesta para asestarle un golpe definitivo a las aspiraciones de Hitler. Las estelas de los navíos eran interminables, y éstos avanzaban con las luces apagadas bajo la luz de la luna. A su lado, formaba una impresionante escuadrilla compuesta por cientos de C47 con las bodegas repletas de soldados ansiosos por comenzar su trabajo. Los aviones, de gran tamaño y habilitados para arrojar los paracaidistas y sus pertrechos en aquella arriesgada misión, pronto formarían un blanco muy sencillo de abatir para la baterías antiaéreas, tanto por culpa de su tamaño, pues parecían enormes ballenas aéreas pintadas de verde, como por la baja altitud que debían tomar. La visión de aquel poderoso ejército le obligaba a retroceder hasta sus temores anteriores.
La costa se aproximaba hacia ellos lentamente, y cuando el piloto rojo situado sobre la escotilla del avión se iluminó, el sargento al mando ordenó a los soldados levantarse y enganchar el mecanismo de apertura automática de sus paracaídas al cable de seguridad. La comprobación rutinaria del paracaídas de cada compañero situado a su lado fue realizada de manera nerviosa pero eficiente, y a su término el silencio invadió aquel puñado de soldados que aguardaban en pie a que la deseada luz verde se iluminase.
Entonces dio comienzo un infierno de vaivenes, turbulencias y destellos de munición antiaérea. Uno de los soldados situados en las primeras posiciones exclamó que los aviones habían perdido la formación y volaban desordenadamente. La velocidad del avión había aumentado de manera alarmante: no parecía el mejor escenario para que sus compañeros novatos efectuasen un salto exitoso; ni para él. Era evidente que los pilotos también se jugaban la vida al planear de aquella manera, arrojar la carga sobre un campo de batalla sembrado de baterías antiaéreas, y emprender el camino de regreso; así que parecía lógico que aumentasen la velocidad con el propósito de acceder al punto de lanzamiento lo antes posible sin recibir daño alguno. Un nuevo estremecimiento, seguido por el impacto de la munición de las baterías antiaéreas, confirmó la sospecha de James: aquel avión posiblemente no regresaría a casa.
Por fin la luz verde se encendió, y en menos de cinco segundos los paracaidistas de la 101 se arrojaron al vacío sin dudarlo. Su sargento; un tipo de mirada franca y poco corpulento, saludó al teniente Smith antes de abandonar el C47.
-¡Vamos! –Ordenó el teniente agitando los brazos- Es nuestro turno. ¡Adelante!
James se arrojó al vacío y la adrenalina agudizó sus sentidos, acelerándole el corazón. A su alrededor el espectáculo era estremecedor: un millar de balas trazadoras iluminaban el firmamento y arrancaban chispas de las panzas de los C47, como si fuesen bestias de antaño acosadas por las flechas de los humanos. Cerca de él, un avión se estrelló contra una construcción de piedra, arrancando la vida a un buen puñado de soldados.
Su mirada recorrió el cielo tratando de localizar a sus compañeros, pero la cantidad de paracaídas desplegados le impedía localizarlos. Un segundo después su máxima preocupación fue eludir un grupo de árboles al que se aproximaba a una velocidad peligrosa. Encogió las piernas, pero fue insuficiente para evitar el impacto de una de las ramas sobre su pierna derecha. Al momento el pequeño cauce de un riachuelo fue el próximo obstáculo a eludir, y aunque el aterrizaje le había situado a apenas dos metros de distancia, el paracaídas se hundió sobre el agua, arrastrándole empujado por la corriente del río. Extrajo su cuchillo de campaña para cortar las correas de manera urgente antes de ser arrastrado río abajo.