Revista Opinión
Cerré la puerta sin que sonase el pestillo. Bajé las escaleras y al llegar al portal, miré a derecha e izquierda: todo estaba despejado. Me subí el cuello del abrigo y comencé a caminar calle abajo, mientras una ligera lluvia se posaba en mis gafas. De repente, al doblar la esquina, tropecé de bruces con un individuo. Me excusé y continué sin más. Mientras me alejaba, seguía escrutándome. Segundos después, por detrás una mano enguantada en mi hombro me paralizó. Era él, seguro. Con el gesto acobardado, aguardé el desenlace, como el borrego que llevan al matadero. “Se le ha caído esto”, dijo, y me extendió la cartera de piel que me regalara Luisa por mi cumpleaños. Una buena noticia entre tanta crisis.