Revista Opinión

El desenlace (III): RENDICIÓN

Publicado el 01 agosto 2016 por Eowyndecamelot
El desenlace (III): RENDICIÓN

“Como España, no podíamos disculparnos eternamente en las tristes circunstancias de nuestras vidas: algún día tendremos que reconocer nuestras culpas antes las generaciones posteriores”.

(viene de) Desde hacía tiempo, la venganza se había convertido en una obsesión para los dos desharrapados personajes que habían cometido la torpeza de atacar a la pequeña comitiva que salía de Tortosa. Al principio, había sido sólo un fuerte sentimiento de odio que no tenía por qué acarrear consecuencias: castigados, incluso hasta la tortura, por el sultán de Egipto, parecía que, una vez recuperados, iban a seguir ejerciendo sus negocios poco claros, aunque en su mayor parte dentro de la poca rigurosa legalidad vigente. Pero el negro recuerdo siempre estaba ahí, el dolor, el rostro de aquella mercenaria a la que en mala hora contrataron, que primero les había humillado dejándoles en la estacada, y después, cuando la perdonaron y le concedieron una segunda oportunidad, directamente les traicionó (como los responsables de la Sanidad catalana, les era más fácil echar la culpa a otros que reconocer su enorme responsabilidad en el despliegue de cruces). No podían concentrarse en su actividad; no podían concentrarse en sus vidas.

-No quiero que ella comparte el mismo mundo que yo. Mientras eso suceda, no podré estar en paz –había rematado Karl al explicar la historia a un grupo de mercaderes hanseáticos en Chipre. Estos les apoyaron inmediatamente, entre risotadas, jarras rotas, tablas y bancos volcados, y olor a vino rancio y a otras cosas aún menos apetecibles, en aquella taberna portuaria de quinta fila de Limasol. Los de la Hansa les acogieron en sus barcos rumbo a tierras catalanas, aunque poco tardaron en darse cuenta que el precio por el transporte gratis era ser los esclavos y los bufones de la tripulación. Tras haber sido ridiculizados, pateados y escupidos hasta la saciedad, arribaron a puerto y, en mitad de su ira y autocompasión, perdidos entre en la purria que pululaba por los alrededores de la alhóndiga de Barcelona, vieron pasar una comitiva encabezaba por una mujer muy hermosa y sus guardia. Era imposible no reconocerla, y no precisamente por la pulcritud de sus rasgos. Se miraron mutuamente: en sus ojos se había dibujado la imagen de un pequeño castillo cerca de las tierras del conde de Urgell.

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Guillaume y yo nos levantamos como si de repente los sacos bajo nuestras posaderas hubieran entrado en combustión espontánea: alguien gritaba igual que si le hubieran ensartado como a un jabalí y le estuvieran cocinando al fuego bien rociadito con aceite hirviendo. Al principio no entendimos una palabra, pero algo nos hacía augurar que aquello era al menos un punto negativo para nuestra supervivencia futura. Aguzamos el oído y empezamos a distinguir palabras, una de las cuales, por desgracias, era mi nombre.

-¡Eowyn! –gritaba una voz que ahora reconocía, a pesar de que esta desfigurada por una rabia histérica-. Sal de donde estés escondida, zorra cobarde. Sal, asquerosa ramera, si no quieres que te saque las tripas por los ojos. ¡Sal de una vez si no quieres que mate a tu nuevo amante!

Aquellas palabras me helaron el cerebro y cubrieron de una capa de escarcha mis pulmones, y no fue precisamente por los amables apelativos que me dirigió, o sus sutiles amenazas, ni por la cansina aliteración de “sal”. Intentando reaccionar, me moví a toda velocidad hacia la abertura por la que habíamos entrado, aunque Guillaume, más rápido, pudo atraparme por el gambesón.

-¿A dónde crees que vas? ¿Vas a hacer caso a ese gusano? ¿No ves que es una trampa? –no podía perder tiempo en explicaciones: me volví hacia él y golpeé el brazo que me mantenía prisionera formando una maza con mis dos manos unidas. Fui tan repentina y certera que conseguí que me soltara, y tan rápida que no me pudo volver a atrapar… hasta que pude empujar la piedra que cerraba la salida y tuve medio cuerpo afuera. Fue entonces cuando sentí que algo tiraba de mis piernas y me hacía retroceder por el hueco como una lombriz de tierra engullida por una corriente telúrica, a pesar de que me agarré con toda la fuerza de mis dedos a los bordes de la abertura. Me volví hacia él, trabajosamente, embadurnada de restos de piedra caliza. Iba a dar un salto hasta atrapar a Guillaume de la ropa y golpearle para quitármelo de encima, pero antes de que pudiera ponerme en faena me soltó sin solución de continuidad:

-¡Te traicionó! ¿No lo entiendes? ¡No te habrían descubierto de no ser porque él te traicionó! ¡No se merece que mueras por salvarle!

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-¿Acaso –continuó él, arrodillado ante mí y sin dejar de sujetarme– crees que fue casualidad que Ferran fuera a buscarte aquel día a la orilla del río? Se lo oí comentar a Esquieu: había sido enviado por el montón de estiércol pestilente de tu antiguo señor para que espiara los alrededores de Tortosa, pues estaba seguro (no me preguntes de dónde sacó la información) que tú estabas acechando para matarle, mientras él esperaba que finalizaran las lluvias para adelantarse a preparar el castillo para las Cortes del Rey. Pero no te reconoció: había muchas mujeres entre la servidumbre y en la compañía de Omar, y ninguna se parecía a ti, oculta bajo tu disfraz. Y, desde luego, no podía seguirlas a todas en todos los momentos, y menos dentro del recinto del castillo. Así que sondeó a varias personas, con el disimulo rastrero que le caracteriza, y dio con Ferran, que al parecer no estaba demasiado contento contigo. El renegado argumentó que buscaba a una ladrona que había perjudicado a su familia, y él te señaló a ti como sospechosa y le explicó que solías salir a explayarte al lado del río. De pronto, un día Ferran debió de comenzar a verte bajo otra luz, porque se apresuró a decir a todo el mundo que eras una dama gentil y cortés y totalmente de fiar. Pero el mal ya estaba hecho: Esquieu te había visto sin tu disfraz, aunque de lejos. Y la duda se instauró. Eowyn, por favor, no vayas.

Yo no acostumbro a tolerar las traiciones. Pero en este caso, comprendía que Ferran sólo se había traicionado a sí mismo, como la clase obrera española. Miré a Guillaume intensamente durante unos segundos, y logré que bajara la guardia. Entonces di un salto, golpeé a la vez sus dos antebrazo desde el interior, de manera que se redujera la fuerza con la que agarraba mis tobillos, y al instante doblé las rodillas y propulsé las botas hasta que impactaron contra su estómago. Él perdió el equilibrio, tuvo que soltarme y yo pude escaparme sin que esta vez estuviera en disposición de impedírmelo.

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Estaba afuera ya. Ante mí, bajo la luz de una luna amordazaba por nubes errabundas y complementada por las antorchas, se abría el patio de armas del castillo. Había dejado una zona dedicada a dependencias detrás, a mi derecha, y ahora, delante de mí, se alzaba el portón de entrada, a un lado, y la torre que servía de alojamiento a Omar y más invitados, al otro. Varios guardias del señor, los pocos pero suficientes a los que había podido despertar del sopor producido por mi mejunje, algunos de ellos conocidos por mí, le rodeaban; Esquieu se hallaba cerca de ellos, con la mirada nebulosa del que está a punto de disfrutar de un gran espectáculo porno. Todos circundaban un escenario en el que destacaba, en su centro, un montón de leños y ramas secas apiladas con el diseño inconfundible de una hoguera. En mitad de ellos, sobre un soporte de madera, un hombre estaba atado a un poste, medio desnudo. Ferran, sin embargo, se hallaba a los pies del conjunto, sujeto por unos guardias y a punto de sufrir, tal como parecían revelar sus movimientos espasmódicos, un ataque de nervios. Por lo tanto, el futuro ajusticiado no era él… Antes de suspirar de alivio y plantearme qué hacer a continuación, la figura de la víctima se me rebeló gracias a la nube errante en el cielo que liberó la luz de la luna durante un segundo. Las piernas me fallaron y estuve a punto de caer de rodillas: aquello era peor todavía, si es que ello era posible. El hombre atado a la hoguera, que me miraba desde la lejanía con una expresión de terror como nunca había visto en su rostro, era la persona a la que había fingido visitar por las noches con propósitos lúbricos para tapar nuestras reuniones de cara a organizar el plan.

Era Omar.

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-¡No! –corrí como si no hubiera mañana. El cuerpo y el cabello de Omar rezumaban un líquido brillante y untuoso. Uno de los guardias, ataviado (qué cruel sentido del espectáculo) con una capucha de verdugo cayendo sobre un torso desnudo lleno de horribles cicatrices, se acercaba a la pira armado con una antorcha encendida y humeante, que iluminaba la madrugada tardía. Me enfrenté a mi supremo enemigo: estaba dispuesta a todo, a cualquier cosa, para impedir lo que vendría a continuación. En ese momento, y sin que existiera precedente, mi vida no me importaba nada. Me volví hacia el responsable de aquella barbarie y, sin ningún orgullo, me arrodillé-. Por todo lo que en alguna vez creíste, si es que creíste en algo: haré lo que sea, pero no lo cometas esta locura. Omar no tiene la culpa de nada, nada sabía, es completamente inocente además del trovador preferido de la Corte. Perderás el favor del rey. Por lo que más quieras, no le hagas daño.

Ferran lloraba y gritaba en su rincón. Entre sus palabras entrecortadas me pareció distinguir peticiones de perdón. Se creía culpable por haber iniciado todo aquello, poniéndome bajo la lupa de Esquieu. Pero yo era la única culpable, yo y sólo yo había llevado a Omar hasta aquel punto: el hecho de que él hubiera aceptado plenamente, de que fuera consciente de los riesgos que podía correr, y que incluso hubiera sido copartícipe del plan y se hubiera entusiasmado con él, no me eximía de mi error. No: como España, no podíamos disculparnos eternamente en las tristes circunstancias de nuestras vidas: algún día tendremos que reconocer nuestras culpas antes las generaciones posteriores. El hijo de la gran puta se acercó a mí, suplicante en el suelo, muy despacio, como estudiándome, y se detuvo a un paso, a la suficiente distancia como para alargar la mano y sostener mi barbilla. En su rostro pugnaban el asombro y una satisfacción contenida.

-Vaya –dijo-. Esto es nuevo para mí. Algo inusitado. Estás llorando –se llevó a los ojos una mano, mojada de mis lágrimas de terror, culpa y tristeza, y después se tocó con ella los labios, como si no hubiera tenido suficiente certeza-. Nunca antes te había visto llorar y dudaba de que fueras capaz. Ahora sí que eres una mujer completa. Y he de reconocer que eso te otorga un cierto encanto que jamás habría imaginado en ti. Lástima que ya sea demasiado tarde. Tuviste tu oportunidad, hace tiempo, cuando aún eras una niña. Y la volviste a tener hace unos años. Yo aprendí a respetar lo que tú eras y querías ser, aunque eso significara cuestionarme todas las cosas en que siempre había creído y consideraba inamovibles; tú me demostraste que no lo eran, eso debo por honor reconocértelo. Pero no tuviste suficiente con ello. Volviste a marcharte. Yo te di mi permiso para que lo hicieras, pensando que agradecerías esta deferencia, comprenderíais tu error y te echarías atrás. Sin embargo, no lo hiciste. Te dedicas te a errar de hombre en hombre, como la furcia que eres. Y entonces comprendí que sólo entendías un lenguaje –desenvainó su espada con un movimiento tan rápido que no lo vi hasta que noté la fría punta clavándose en mi cuello-: éste –y, señalando la llama- y éste. Ahora tendrás lo que siempre has estado buscando. Tú, y tu cómplice. Morir los dos juntos. Sí. Aún recuerdo cómo le mirabas hace veinte años, el día que actuó en el pueblo. Ahí empezó todo, ¿verdad?

Pero no había empezado ahí. Podía habérselo dicho, de no estar tan angustiada. Yo siempre fui yo. Omar sólo me enseño cómo llegar a ello. Oh, qué gran ironía, qué gran y trágica ironía subyacía en aquella situación. El loco había sobrepasado ya todos los límites: no le importaba mostrar su enfermedad mental delante de sus hombres, que le obedecerían hasta el final pero no por eso dejando de preguntarse a qué tipo de orate, o de imbécil, estaban sirviendo desde hace años, como debían de hacer los súbditos de Rajoy. Tal vez había firmado su sentencia de muerte, o al menos de ostracismo, en la Corte, cuando las murmuraciones empezaran a circular o cuando el rey viera el cadáver calcinado de Omar en la pira. Pero nada de eso me serviría. Yo estaría muerta. Y mi maestro, mi padre, mi amigo, también. Todo había acabado: mi vida, llena de errores, la vida de una mujer fuerte pero cobarde, que se había pasado toda la vida huyendo de su destino en lugar de enfrentarse a él, que se había dejado llevar por sus instintos y su ira antes que por la razón tanto para el placer como para el dolor, que había marchado de fracaso en fracaso hasta el fracaso final, acababa allí. Y no iba a morir precisamente orgullosa de mi trayectoria.

Y sólo me quedaba algo que hacer antes de irme.


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