Nunca se puede estar lo suficientemente perdido; siempre se puede caer más bajo.
(viene de) Me levanté muy despacio, intentando que la punta de la espada no acabara con mi existencia antes de que pudiera intentar mi última acción en esta vida: sabía que él prolongaría mi agonía todo lo que pudiera, tal vez hasta que el fuego consumiera el último atisbo de vida de lo que había sido Omar, así que no temí por aquel particular. No esperaba ayuda de ningún tipo, o al menos no la esperaba a tiempo; algo grave debía, sin duda, de haber retenido a los refuerzos que esperaba Guillaume desde muchas horas antes. Dejé caer mis manos a ambos lados de mi cuerpo, sin hacer el más mínimo intento por defenderme.
-Tienes razón. Tienes razón en todo. Me equivoqué y ahora es tarde. No espero tu perdón. Sólo que no dejes que corra más sangre entre nosotros, porque nadie más que yo es culpable de mis errores.
Muy despacio, para no hacer sonar las alarmas, me llevé la mano al yelmo, me lo quité y lo dejé caer al suelo. Me liberé, así mismo del almófar, y con la misma parsimonia desenlacé las correas de la coraza. Abrí el cinturón de mi espada, que cayó a mis pies. Para acabar, eché mano a las cuerdas que cerraban mi gambesón y las arranqué de un golpe. Seguidamente, me hinqué de rodillas e incliné la cabeza. Ahora no en una postura de súplica, sino de total y absoluta sumisión, como España ante la UE. Acababa de perder mi último, y único, tesoro. Lo que me hacía ser quien era. Los símbolos de mi lucha contra las injusticias del mundo. Mi dignidad. Y no me importaba. Y no me importaba mientras hubiera una ínfima posibilidad de que pudiera salvar a Omar.
En ese momento, nos pasos sonaron a mis espaldas, los de unas pesadas botas sobre el empedrado. La conocida voz rompió el silencio.
-Veo que ya tienes todo lo que querías –observó Guillaume. De pronto, su tono se volvió irónicamente pesaroso-. Es una lástima que no te quede mucho tiempo para disfrutarlo.
El bretón, que sin duda había observado la escena preguntándose en qué momento sería más sabio intervenir, se aproximaba ahora, dispuesto también a emplear su última arma. Tuve, de pronto, el egoísta pensamiento de que al menos no moriría sola, pero enseguida rogué con todas mis fuerzas a aquellos cielos en los que no creía que él, al menos, pudiera salvarse.
-¡Tú! –aulló el vencedor de aquella lid aún no celebrada, sin retirar la punta de su espada de mi cuello-. Pero ¡estabas muerto!
Y, sin embargo, me extrañó no notarlo lo suficientemente asombrado.
-Comienza a resultar un poco cansado oír eso de todas las personas que me encuentro últimamente –respondió Guillaume con tranquilidad. Mi contrincante le repasó de pies a cabeza, reconociendo sus ropajes, y pareció comprender, con un poco de retraso: podía tener la sartén por el mango, a pesar de lo loco que estaba, pero había que reconocer que intelectualmente tampoco es que fuera muy brillante. Su cerebro estaba más vacío que la hucha de las pensiones después del expolio del PP.
-Diego –coligió-. Maldita sea. Todos sois traidores –sí: Aquello parecía una reunión de izquierdistas de salón y universidad que cuando nadie les ve hacen de las suyas.
Guilaume suspiró profundamente y chasqueó la lengua.
-Los señores deberíais ser siempre lo suficientemente humanos para atisbar dentro del yelmo y el almófar de vuestros servidores. Aparte de que os haríais más gratos a Nuestro Salvador, eso os ahorraría desagradables sorpresas –sus ojos se volvieron a Esquieu, que le miraba con superioridad-. Ni siquiera me reconociste tú, infame babosa. Eres tan estúpido como bellaco, si eso es posible.
-No des un paso más, templario –mi enemigo hizo el gesto de hincar su espada más aún en mi cuello. Afortunadamente sólo lo fingió: y es que no iba a ser divertido para él que yo la palmara tan pronto-. Poco tienes que hacer ya. Puedes ser duro de matar, pero te superamos en número y en armas… y en rehenes. La situación es bastante mejor para mí que hace año y medio. Esto no será una segunda Perugia.
-No –aceptó Guillaume-. Pero por distintas razones. Ese día tuviste suerte. Ahora te ha abandonado.
Está ganando tiempo. No tiene ninguna posibilidad. No era necesario ser muy inteligente para saberlo. El noble también lo entendió así.
-Guardias –ordenó-, apresadle y sujetad a esta meretriz. Ya que tanto le gusta el espectáculo, que contemple éste. Y tú, verdugo, prende la hoguera.
En aquel momento, yo hubiera escuchado el sonido de la espada de Guillaume deslizarse de su vaina, dispuesto a vender cara su existencia casi resucitada, de no haber soltado el grito más estentóreo del mundo, que tuvo la virtud de sobresaltar a los integrantes de aquel guiñol ridículo y sangriento un instante lo suficientemente prolongado para que, aprovechando que él había apartado la punta de su espada de mi cuello para permitir a sus hombres hacer su trabajo, yo me echara hacia atrás hasta apoyar las manos en el suelo para impulsar mi cabeza y golpear al cabrón de mierda en sus partes más sensibles, que esperaba que se hubieran convertido en un amasijo de carne y sangre inútil. De inmediato, rodé sobre mí misma para alejarme de él, me erguí de un saltó y me abalancé sobre el verdugo, cuya antorcha ya rozaba la madera cubierta de aquel líquido con sospechoso olor a aceite, con lo que conseguí derribarle. Pero ya la mitad de los guardias caían sobre mí, intentando sujetarme sin (todavía) herirme demasiado. Pude mantenerles a raya un momento, antes de estar a punto de darme por vencida, a base de puñetazos, patadas, cabezazos y de remover la tierra que rodeaba la hoguera para cegarles momentáneamente, mientras veía, por un lado, cómo Ferran luchaba como un condenado para quitarse de encima a su captores y correr hacia Omar y, por otro, cómo Guillaume se enfrentaba él solo con un grupo que no me atreví ni a contar, entre los que se encontraba, ya recuperado de mi ataque, el culpable de todo aquello, mientras Esquieu contemplaba el conjunto, frotándose las manos como Trillo tras haber convencido a todos los españolitos de que no participamos en la guerra de Irak y sólo fue una ilusión de nuestros sentidos. En ese instante, se produjo el terremoto.
Algo penetró por el túnel de entrada. Un algo muy grande, poderoso y polvoriento, que sin duda lo había arrastrado todo a su paso, guardias de la puerta incluidos y rastrillo en caso de que este no se hubiera abierto a tiempo (probablemente los del campamento del recinto exterior, si no habían podido despertarse, debían estar ya convertidos en papilla), y que consiguió interrumpir la escena como si fueran una horda de turistas en Barcelona. Dibujándose entre el polvo, pude ver una comitiva de soldados a caballo, cubiertos de hierro hasta los dientes, seguidos de un par de carros y, entre ambos sistemas, dos figuras montadas en altos palafrenes. Impresionante la primera, una mujer esbelta aunque fuerte, más alta que muchos hombres y dotada de una belleza casi irreal, y bastante menos la segunda, también de sexo femenino pero más menuda y de rostro no tan agraciado, aunque prácticamente tan ufana y crecida como la primera.
-¿Qué está sucediendo aquí? He oído unos gritos espantosos –Blanca se adelantó sin obstáculos. La fenomenal visión de aquella comitiva y su hermosa líder había conseguido que la acción se congelara en tiempo muerto. Y luego dirán que una cara bonita no es la única manera de que te tomen en serio si has nacido mujer, en esta sociedad y en las que vendrán. Lamentablemente, me hallaba aún sujeta por los guardias, lo mismo que Ferran, y Guillaume seguía rodeado de espadas que apuntaban directamente a distintas partes de su cuerpo, como cercado por un enorme y letal puercoespín. Ella nos vio y se dirigió a mi enemigo-. Debí suponerlo. Tú tenías que ser. ¿Intentas dar muerte a ese soldado de Dios por segunda vez? ¿Qué tienes, maldito seas, contra los paladines de la fe?
Él, muy seguro de sí mismo, avanzó unos pasos, dejando caer un poco su espada y haciéndole una cortés y cínica reverencia.
-Todo lo que hice, mi gentil señora –aquí una pausa dramática- lo hice, única y exclusivamente, siguiendo vuestro consejo e incluso vuestras órdenes. Y por el bien de la corona.
Ella escupió.
-Vil y fementido embustero… Te haré tragar tus palabras, si es que nuestro señor Jaume no lo hace antes. ¿Cómo puedes difamar así al rey y a sus queridos amigos de la Orden? -la súbita carcajada de su interlocutor me sobresaltó hasta a mí. Siempre consideré una fijación casi conspiranoica (igual a la del supuesto pucherazo del 26J… o no) la obsesión de frey Pere y los integrantes del Grupo de los Ocho sobre los intereses del rey Jaume en acabar con el Temple, pero las palabras de aquel traidor me lo acababan de confirmar. Pero no era el momento de pensar en política. Oí de nuevo la voz de la persona a la que más odiaba en el mundo.
-Demasiado tarde, mi señora Blanca. ¿Sabéis? La mayoría de mis hombres han sufrido esta noche una… llamémosle… indisposición… gracias a las malas artes de vuestra querida amiga la de Camelot –cabeceó hacia mí-. Así que tuve que recurrir a unos extraños personajes con un pequeño ejército que se presentaron ya caída la noche, buscando a esta mujer y a un muerto que según ellos estaba bien vivo –hizo un gesto con la barbilla hacia Guillaume- . Yo sospeché y les comandé que reunieran a toda prisa en el pueblo y los alrededores a una tropa mercenaria, por si el templario fantasma traía refuerzos, que bien pudiera pasar por un grupo de asaltantes a los ojos del rey. Por cierto –señaló hacia arriba-, allí están, apostados en las almenas. ¡A la carga, mis valientes! ¡Ha llegado el momento!
Cuando vi las zarrapastrosas figuras de Gustaf y Karl levantarse allí arriba, rodeados de no menos astrosos mercenarios locales, comprendí dos cosas: la primera, que mi destino, o mis errores, me perseguían sin tregua, y la segunda, que había cometido el grave fallo de subestimar a mi enemigo. Nunca se puede estar lo suficientemente perdido; siempre se puede caer más bajo. Pero ya Blanca instaba a sus hombres a responder, mientras los mercenarios saltaban al patio como auténticos gorilas, y yo supe que era mi última oportunidad: sin duda iba a morir, pero no lo haría antes de asegurarme que Omar y Ferran estaban a salvo.