Revista Opinión

EL DESENLACE (V): A sangre y fuego

Publicado el 16 agosto 2016 por Eowyndecamelot
EL DESENLACE (V): A sangre y fuego

“Estaba cansada, cansada de sufrir y de esperar, cansada de llorar a mis amigos, y sabía que Omar no regresaría de esa muerte ardiente”.

(Viene de)

Aprovechando que, al menos momentáneamente, había dejado de ser el principal objetivo de preocupación de los guardias, me zafé de sus garras con unos cuantos zarpazos, rodillazos y patadas, y corrí lo más lejos de ellos que pude, en dirección a la muralla este del castillo, a un punto intermedio entre Omar y Ferran, sujeto uno a la pira y el otro intentando librarse también de sus captores para socorrerle, unos codos más allá. Pero a diferencia de lo que había pasado conmigo, Ferran tenía serias dificultades con el soldado grandullón que aún se empeñaba en sostenerle, mientras su compañero intentaba dejar fuera de combate a uno de los hombres de Blanca; afortunadamente, el segundo de a bordo de Omar era un presa dura de pelar y no le estaba permitiendo al guardia que pudiera echar mano a su espada. Miré al verdugo, que enarbolaba la antorcha como protección frente al combate que se desarrollaba ante sus ojos y que aún no había llegado hasta él, mientras echaba miradas satisfechas a la futura víctima, al que sin duda consideraba una moneda de cambio por si la situación se ponía fea, como Israel calibrando la fortuna que podía obtener después de masacrar zonas de palestina susceptibles de inundarse de viviendas; después eché un vistazo a  las férreas cuerdas que mantenían preso al trovador. Y de pronto, un cuchillo relució en la mano del soldado que tenía a Ferran, en dirección inquebrantable hacia su cuello, atrayendo mi mirada.

-¡No! –exclamé.  No iba a llegar a tiempo. Desesperada, miré a mi alrededor, buscando una imagen inspiradora, o más bien un objeto arrojadizo, y lo encontré: el casco de uno de los hombres de Blanca, abatido en el suelo y en un estado de destrozo general que no dejaba dudas acerca de su próxima participación en el cónclave de gusanos. Lo recogí y, haciendo gala de la escasa puntería que se me otorgó en el reparto de cualidades prenatales, lo lancé hacia el seguramente poco amueblado cabezón del atacante de mi amigo y, sorpresivamente, di en el blanco (o más bien en el negro, porque no parecía ser hombre muy aficionado a la higiene). Ferran aprovechó el momento y le empujó lejos de él, rematando la faena con una patada en la barriga, y me miró. Al vernos libres a los dos, la mirada del verdugo cayó sobre nosotros y, con la mayor tranquilidad del mundo, empezó a prender la hoguera.

-¡Vamos, vamos, vamos! –le grité. Ambos corrimos hacia el fuego como unos posesos. Yo iba apartando sin mirar a los que se cruzaban en mi camino, sin atender si querían atacarme o resguardarse de la lucha, mientras Ferran convergía hacia mí desde su diagonal, afortunadamente por un camino mucho más despejado. El verdugo sonrió (juro que vi cómo se arrugaba hacia arriba la tela negra que cubría su dentadura probablemente podrida y escasa) y me esperó con la antorcha en ristre, protegiendo la pira con ella, y tal vez también su probable futura huida. Pero yo ya había llegado mucho más allá del temor: estaba cansada, cansada de sufrir y de esperar, cansada de llorar a mis amigos, y sabía que Omar no regresaría de esa muerte ardiente como lo había hecho Guillaume. Así que, en medio de agudos gritos, me precipité sobre él, con el rostro enrojecido por el calor y el esfuerzo, el cabello revuelto y la ropa medio arrancada, y le impacté con la cabeza justo en la boca del estómago. Mi embestida, en un punto tan bajo de su anatomía, le pilló por sorpresa (o tal vez nunca pudo verme como a una rival seria), y la antorcha que llevaba fue propulsada sobre las ramitas secas preparadas para alimentar el fuego en el otro lado de la pira. Yo le pateé la cabeza mientras Ferran se esforzaba por apagar la zona que el verdugo había prendido antes, cuyas llamas ya habían adquirido una longitud preocupante.

-¡No hay tiempo ahora de eso! ¡Subamos! –él me obedeció y empezó a escalar en mitad de los dos focos de incendio, por la montaña de ramas secas y maderos hasta el punto más alto del poste, donde la víctima de aquel auto de fe sin fe esperaba. Yo resbalé un par de veces, por la precipitación, y él llegó primero al lado de Omar, que nos había estado mirando con ojos angustiados desde que comenzó nuestra operación de salvamento. Ferran tiró con impotencia de las ligaduras que oprimían a su compañero.

-¡Espera! –avisé yo. Rebusqué entre mi ropa interior y le tiré la daga que suelo llevar escondida y que resulta de lo más útil para evitar atenciones masculinas no demandadas, porque el mundo, hoy en día, se ha convertido en unos gigantescos sanfermines donde la violencia machista es cada vez es más frecuente y tolerada. Él la atrapó al vuelo y comenzó a cortar las cuerdas que sujetaban a Omar al mástil. Yo llegué a su altura y le ayudé buenamente como podía, arañándome las manos con el cáñamo. Fue Omar quien, con un último esfuerzo, acabó de librarse de los últimas vueltas de soga.

-¡Ya está! ¡Huyamos de aquí, amigos!

Los dos focos del incendio se habían unido en la zona de la hoguera que daba a la contienda de modo que que sólo quedaba una salida, y era saltar entre el escaso espacio entre la pira y el muro y así lo hicimos, aunque algo crujió en mi tobillo al aterrizar en el suelo tras el brinco desde aquel extraño ángulo. La madera que estaba cada vez más cerca de convertirse en cenizas nos ocultó por un momento a los ojos del resto de contendientes, pero si alguien había visto nuestras maniobras, y con la mejor de las suertes, apenas nos quedaban unos minutos para ponernos a salvo, El calor empezaba a ser insoportable, y nos miramos, con el cabello y el rostro empapado de un sudor donde quedaban pegadas las negras pavesas.

-Huid –les dije-. Marchad pegados al muro, lejos de las antorchas, y protegeos en la torre. Atrancad la puerta si es necesario. Esta locura acabará rápido, aprovechad que todo el mundo está aún ocupado matando y tratando de que no le maten. ¿No me habéis oído? ¡Corred!

-Nos iremos los tres, Eowyn  –Ferran empleaba un tono que no parecía dar lugar a la disensión. Omar, en cambio, me miraba con tristeza: me conocía demasiado bien para creer que marcharía con ellos. Y yo no podía perder el tiempo en explicaciones.

-Oh, maldita sea… -les empujé fuera del peligroso parapeto de la hoguera y corrí hacia el medio de la liza, gritando como una descosida. Antes de recuperar mi espada, que extrañamente nadie me había tocado (o es que quizá no les seducía su herrumbroso aspecto) y empezar a repartir mandobles sin importarme más que hallarme cada vez más cerca de mi objetivo, vi por el rabillo del ojo cómo Omar arrastraba a su ayudante hacia la seguridad de las torres. Gracias, Fortuna.

***

La lucha se había convertido ya en un batiburrillo caótico en el cual nadie sabía ya quién era o no partidario u oponente. Yo no veía a mi viejo enemigo, el que había provocado todo aquello igual que las grandes corporaciones los incendios forestales; probablemente, como el gobierno, se había puesto a salvo dejando que el horror se generalizara; tampoco podía encontrar ya a Guillaume, y durante un tiempo tuve miedo de haberlo recuperado sólo para volverlo a perder. Eso habría sido demasiado cruel y, por lo tanto, muy probable: sólo me quedaba esperar lo mejor, confiar en él y en su pericia como si duda él confiaba en la mía. Yo intentaba llegar hasta el lugar donde le había visto por última vez, entre la muralla norte, donde se hallaba la torre donde residía Omar, y las dependencias destinadas a almacenes, bodegas y cuadras, pero no estaba allí. Tenía que conseguir hallar un lugar elevado para poder descubrirle, y para eso tenía que atravesar el grueso de la pelea y acercarme a la terraza elevada que estaba pegada a la muralla sur, cerca del portón de entrada. En mi camino, apartaba a cualquiera que se pusiera en medio haciendo voltear la espada encima de mi cabeza. No quería matar a nadie, aunque en ese momento mi rabia era tan destructiva que era mejor permanecer lejos de mi trayectoria, pero no podía esperar ni un solo segundo más. A pesar de que muchos me tachan de impulsiva, yo sólo hago las cosas cuando algo me indica que es el momento de hacerlas, una especie de alarma que suena en mi cerebro. La razón, la intuición… no lo sé. Y en aquel momento, la campanilla había sonado y seguía haciéndolo insistentemente. Y no pararía hasta que lo eliminara.

Un tirón de los desgarrados faldones de mi gambesón, sin embargo, truncó mi loca carrera. Me volví hacia el desgraciado con el pomo de la espada hacia él, dispuesta a clavársela en toda la boca si no me dejaba en paz, cuando me encontré cara a cara con Karl. Él sí me había encontrado fácilmente. Y yo comprendí que mis propósitos tendrían que ser, de nuevo, aplazados.

***

Evidentemente, Karl no estaba pasando por un buen momento. Sus ricos aunque vulgares ropajes se habían convertido en harapos, el pelo rubio, bastante más escaso que cuando lo había conocido, estaba enredado como un nido de arrendajos, la hipócrita sonrisa se había convertido en un rictus espasmódico, y la roja nariz y el granujiento y escamoso cutis hablaban de dejadez en general y alcoholismo en concreto. Por si fuera poco, el tufo que emanaba hasta a diez leguas de donde se encontraba le convertía en un interesante prototipo de arma biológica que sin duda la Otan podrá tener a bien explotar para desestabilizar alguna región levantisca más del planeta, junto con Israel y las monarquías del Golfo, hasta la desestabilización total. Naturalmente, él estaba seguro de que todo aquello era por mi culpa, lo pude leer en su expresión: al parecer, cuando a una la venden al sultán de Egipto, lo educado es portarte bien y ser sumisa, dejarte torturar y violar, confesar el paradero de reliquias en las que no crees, y sobre todo nunca escaparte, a riesgo de dejar a tus traidores ex jefes en situación comprometida y que se cabreen contigo como unas monas. Vamos, lo que se suele llamar hacer un Tsipras con la UE y los lobbies económicos.

–Pensabas que tú ibas a escaparte de mí –dijo con su marcado acento teutón.

Yo resoplé, fastidiada.

 –Será mejor que te apartes de mi camino, Karl. Tengo trabajo que hacer. Cuando haya terminado, tú tranquilo que ya arreglaremos lo nuestro. Pero ahora no puedo ocuparte de ti.

Él soltó una risotada y se palmeó con la diestra el grueso muslo.

-¡Mein Gott! Yo no sabía que además tú eras una cobarde. Qué pena me das. Pero yo te voy a matar igualmente, así que ¡defiéndete!

Suspiré, resignada. Él ya me amenazaba con su espada; yo me retiré unos pasos, apartando a un par de contendientes para conseguir la necesaria distancia de enfrentamiento, y coloqué la mía en una guardia alta. No era el lugar más adecuado para un duelo, dado el pandemónium en que estábamos inmersos, una auténtica batalla campal, pero no quedaba otro remedio. Recordé, de pronto, San Juan de Acre, aquella guerra en la que me visto inmersa sin comerlo ni beberlo, y en la que había visto escenas que me negaba a revivir, aunque mis pesadillas lo hacían por mí. Pero ahora no había tiempo para lamentaciones: le distraje haciendo una par de amagos y algunos malabarismos con la espada, que él interpretó como una patética necesidad de exhibir mi destreza; creyéndome lo bastante inofensiva, me dejó hacerlo, mientras preparaba su próximo movimiento, estudiando mis defensas. Grave error: él creía que aún seguía con mis florituras, gracias a mi cara de póquer, cuando interrumpí una mitad de la maniobra, con la punta de la espada vuelta hacia atrás, propulsé mis dos manos hacia delante para meterle el pomo por la garganta, y luego me retiré un paso para voltear la hoja de manera que le cortara en el cuello. La sangre de su aorta comenzó a surgir como un géiser, empapándome de arriba abajo y, llevándose las manos a la herida, cayó de rodillas y luego se desplomó hacia un lado sin dejar de mirarme con expresión de sorpresa. No podía crear que hubiera sido tan fácil, pero esquivé su cadáver y seguí mi camino. En absoluto estaba orgullosa de la orgía de sangre que estaba protagonizando, a pesar de que la alternativa era que fuera la mía la que manchara el empedrado de aquel patio de armas. Pero en aquel momento, el sentimiento de culpa por mis bárbaros actos quedaba eclipsado por otras emociones más urgentes.

Más tarde, si aún estaba viva, volvería. Y con él, las pesadillas.

***

Ya había atravesado el patio de armas por completo, y me hallaba en el punto donde las dependencias me separaban del cuerpo central del castillo; a mí derecha tenía la escalera que llevaba a la terraza elevada donde esperaba tener buenas perspectivas, y hacia allí me precipité, no sin antes apartar a un cadáver que acababan de lanzar desde uno de los adarves, y esquivar un estocada perdida que hubiera ido directamente a mi estómago y que acabó encontrando su destino en el muslo de un contrincante que luchaba a mis espaldas. Por fin, mi mano se cerró sobre el tercer peldaño de la escalera, y conseguí arrastrarme hasta llegar arriba en un estado bastante aceptable, mientras, las garras de guerra arañaban el aire y tiraban de mí hacia abajo.

Lo que me encontré allí debería habérmelo imaginado mucho antes.


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