Revista Opinión

EL DESENLACE (VI): Reencuentros

Publicado el 22 agosto 2016 por Eowyndecamelot
EL DESENLACE (VI): Reencuentros

“A mis espaldas, unos cuantos gritos consiguieron apagar el fragor de la batalla, dejando en su lugar un caos parecido al esperpento de las elecciones españolas 2015-16”.

(viene de) Abrí los ojos desmesuradamente y ladeé la cabeza con sonrisa burlona, echando un mirada circular por toda la extensión de la terraza.

-¡Blanca! –exclamé, con exagerado tono sorprendido-. ¡Y yo que pensé, ingenua de mí, que te habías unido a la batalla que tú misma te esforzaste en provocar! Qué bien estamos aquí arriba, ¿verdad? Cada vez es más fácil la vida de los privilegiados. A cubierto de todo, rodeadita de tu guardia personal mientras esos infelices se matan por tu culpa y por la del otro elemento –no lo había hecho conscientemente (soy medieval hasta la médula, a pesar de mis incursiones contemporáneas), pero me percaté que le había apeado, por enésima vez, el tratamiento de nobleza a la interfecta. Y es que el respeto hay que ganárselo, y aquella mujer se desvalorizaba a mis ojos con cada nueva acción que cometía-. Y tú debes ser Juana –hice un signo hacia la mujer menuda y atractiva, vestida como una doncella y con una expresión de calculadora dureza pintada en su rostro, por otra parte de facciones armoniosas-. Tuve el dudoso honor de conocer a tu antecesora, Elvira. Seguro que aún se acuerda de que fui una de las artífices de que la enviaran al convento. Será mejor que intentes parecerte a ella lo menos posible, si quieres que no haga lo mismo contigo.

Los guardias que protegían a las dos mujeres comenzaron a avanzar hacia mí, que mantenía la guardia frente a ellos sin miedo, porque no me pareció que ninguno de ellos quisiera eliminarme sin una orden directa de su jefa. Blanca me miró de arriba abajo, asqueada y fascinada al mismo tiempo: yo, recubierta de sangre, sudor, tierra, polvo y ceniza, con los cabellos revueltos y la ropa desgarrada, ofrecía la imagen menos femenina, gentil y cortés (al menos, según los cánones de Blanca) posible; igual que si llevara bikini en Oriente y burkini en Occidente. La actual amante del rey, finalmente, esbozó la consabida mueca de desprecio que ya llevaba mi nombre.

-Me abstendré de castigarte como merece tu falta de respeto porque no pareces estar en tu sano juicio. ¿Te has percatado del aspecto que tienes? Por cierto, si me acusas de cobarde por haber subido hasta aquí, ¿qué haces tú entonces en el mismo sitio?

-Porque yo he venido a otear el horizonte –respondí. Le di la espalda, aparentando un valor que estaba muy lejos de poseer en ese momento, y me esforcé en escudriñar el campo de batalla, a la luz de la pira y de las antorchas, buscando mi objetivo, y de paso, a Guillaume, o bien a su cadáver retrasado; en ninguno de los dos casos con éxito.

-Has venido a buscarle –la crudeza oscura de su voz me sorprendió y me volví hacia ella. Comprendí que su obsesión (porque sin duda era obsesión, nadie me podría convencer de que allí subyacían sentimientos auténticos, en el caso que no sea siempre una creación intelectual humana eso que he dado en llamar “sentimientos auténticos”) era aún mayor y más enfermiza de lo que yo había imaginado y, contra todo pronóstico, la compadecí. Me envidiaba, por extraño que pueda parecer, no podía entender lo superior que era a mí en todos los aspectos, ni lo fácil y hermosa que era su vida comparada con la mía. Pobre. Pobre Blanca, tan absurda y fallida como el Estado español. Pobre y desgraciada Eowyn. Quise buscar las palabras para decirle lo equivocada que estaba en sus celos hacia mí, sencillamente porque eso era la verdad, pero de pronto comprendí que nunca lo lograría. Así que dejé de esforzarme.

-No le buscaba a él, sino al otro. A tu amiguito, aquel a quien cuyo ya bastante perturbado cerebro perturbaste más para que te ayudara en tu objetivo de vengarte de Guillaume y, de paso, dar un golpe más al poder del Temple. Pero veo que ahora ya no le quieres tanto. ¿Es sólo porque te arrepentiste de enviarlo a matar a tu templario favorito, o es que ya no te es útil para tus propósitos? Y ya que hablamos ellos, si puedes decirme el paradero de ambos, que seguro que no se te ha escapado nada desde esta atalaya, te estaría muy agradecida –le hice un remedo sarcástico de reverencia.

La indignación con la que escuchó mis palabras amenazaba con ponerla en órbita. Incluso creí ver el vapor que le salía de los agujeros de la nariz, dilatados como dos chimeneas.

-¿Cómo te atreves a insultarme delante de mis hombres? ¿Qué tengo que ver yo con ese templario? ¿Qué interés puedo tener en que viva o muera, ni él ni los otros? ¡Te haré pagar tus palabras, bastarda!

Oí el chasquear de la espada en el aire, en dirección a mi cuello, cuando ya era tarde para haber podido efectuar algún movimiento: uno de los guardias, aprovechando que yo estaba inmersa en el calor de la conversación y devanándome los sesos para encontrar alguna manera de hacer confesar a Blanca lo que sabía (sin dejar de insultarla), se había escabullido entre las sombras hasta ponerse detrás de mí y ahora, cansado de mis faltas de respeto a su señora, pretendía desembarazarme de mi cocorota de un tajo sin que ella argumentara nada en contra. Pero algo pasó: un silbido cortó en seco el restallar de su arma, y lógicamente también su trayectoria. Con una flecha en el hombro, oí el sonido del cuerpo de aquel hombre desplomándose en el suelo con su pesada armadura casi antes de que pudiera girarme hacia él con la espada en la mano.

Me volví inmediatamente hacia el lugar de donde procedía la saeta, al igual que Blanca, Juana y el resto de la guardia. Allí, a bastantes varas de nosotros, a luz de las antorchas y al de la hoguera que aún no se había consumido y que convertía la noche en día, pude ver a dos figuras que se alzaban en el punto más alejado de la muralla este, adonde sin duda habían llegado merced a unas escalas; uno de ellos enarbolaba un arco. Ambos corrieron hacia nosotros, el segundo muy alto y corpulento y el primero, el arquero, más pequeño, ágil y ligero. Me pareció cómo el rostro de Blanca iba poniéndose del color de su nombre al reconocer a los recién llegados; yo no estaba mucho más entera. Por fin, Gonzalo llegó a una breve distancia de nosotros y me saludó agitando el arco, desmesuradamente largo, mientras Blanca buscaba apoyo en sus guardias más cercanos al tiempo que miraba ojiplática al acompañante del sevillano. En cuanto al inseparable compañero de Guillaume, he de decir que nunca me he alegrado más de ver a una persona; hasta le encontré más guapo y todo, a pesar de que nunca fue mi tipo: su barba era más espesa y noté que había envejecido ligeramente desde la última que le vi, aunque le favorecía. A mis espaldas, unos cuantos gritos consiguieron apagar el fragor de la batalla, dejando en su lugar un caos parecido al esperpento de las elecciones españolas 2015-16.

-¿Qué hay? –me saludó tranquilamente Gonzalo, como si acabara de despedirse de mí la noche anterior-. Parece ser que hemos llegado a tiempo –a su lado, el otro hombre miraba con ironía a Blanca y a su cohorte.

Intenté rehacerme.

-Me has salvado la vida –dije-. ¿Cómo demonios lo has hecho? ¡Si apenas tenías ángulo para disparar!

-He de reconocer que apuntaba al corazón, con lo que el tiro ha sido un desastre, aunque al menos ha cumplido su objetivo –se encogió de hombros. Yo seguía mirándolo, sin entender: ¿desde cuándo Gonzalo era tan diestro como arquero? Viéndome momentáneamente desactivada por el asombro, uno de los soldados de Blanca se atrevió a hacer un movimiento.

-Quieto ahí –dijo el falso leproso, dirigiéndose a los guardias de Blanca-. Vuestra señora me conoce de la Corte, y no creo que desee que acabe así nuestra relación –y, dirigiéndose a ella-. A sus pies, señora Blanca. ¿El rey Jaume se encuentra bien de salud, espero?

A la pálida luz del amanecer, aún incipiente, el color de  la tez de Blanca había pasado de ser afín con el nombre de su dueña a asemejarse peligrosamente al ceniciento de mis ropajes

-Vos –pronunció ella, al fin, con un hilo de voz-. Habéis venido. No lo entiendo. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Él se plantó frente a ella, escoltado por Gonzalo.

-Señora, vos sabéis con exactitud que Eowyn y yo somos viejos amigos. De Tierra Santa. Aún recuerdo cómo tratasteis de utilizar esta circunstancia contra las pretensiones del Temple en la época de la batalla contra los Entença –el tono falsamente cordial a duras penas disimulaba el desagrado que le inspiraba la amante del rey-. Aunque supongo que nunca imaginasteis hasta qué punto… Por cierto –dijo, volviéndose hacia a mí-, me alegro de verte entera, muchacha. Han sido unos meses muy duros sin saber nada de ti, y nos temimos lo peor cuando vimos el resplandor de esa hoguera. Aunque supongo que sabes que tienes un aspecto horrible.

-Lo mismo digo –le secundó Gonzalo, y rectificó enseguida-. Lo de que me alegro de verte, no lo de tu aspecto. Claro que, la verdad…

-No tiene sentido que me salvéis la vida si luego vais a empujarme al suicidio arruinándome la autoestima –les interrumpí-. Venga, vámonos de aquí, si os habéis tomado tantas molestias para venir al menos haced algo útil –eché un vistazo al patio de armas-. Aunque veo que ahí abajo lo tenéis todo controlado.

En efecto: los gemelos ingleses, ya distinguibles después del episodio de la ciudad italiana, junto con Manfredo, Yannick, Ruy, Cristina, Luis, El Genovés y Hernán, se habían esforzado en poner orden en el campo de batalla (todo hay que decirlo, ya no quedaban muchos en condiciones de oponerse, a esas alturas de la liza), en mitad de una destrucción tan grande como la del litoral español tras la fiebre del ladrillo, y mantenían a los guerreros separados y alineados, mientras iban sujetándolos con ligaduras uno a uno y todos a un cuerda de presos. Mi viejo amigo se asomó a la barrera, a mi lado, y alzó una antorcha soltando un grito de triunfo, que fue contestado por los de abajo.

-¡Eowyn! ¡Es Eowyn! –exclamó Luis al verme. Parecía realmente contento de encontrarme.

El resto le oyó y correspondió a su alegría.

-Sabía que no podrían contigo, amiga –dijo Cristina.

-Bienvenida de nuevo, capitana –Ruy me hizo una cortés reverencia.

Son esos momentos de la vida en que recuerdo que tal vez siga siendo, después de todo, humana. Que siento que otros lo piensan, y me tratan en consecuencia. Que no me ven como lo que soy, una máquina de pegar mandobles sin sentimientos, o al menos sin sentimientos que sepa cómo demostrar. Me permití disfrutar de ese momento unos pocos instantes. Porque yo sabía que era mentira. Que aquellos hombres y aquella mujer no habían emprendido aquella pequeña cruzada por mi carisma personal, sino por el suyo, el de mi viejo amigo, con el que había cogido la costumbre, desde la primera vez que nos encontramos en la misma cuadrilla de mercenarios, de jamás abandonarnos uno a otro, fueran como fueran las circunstancias, resistiendo frente a todo y a todos como un preso político español. Él era, el diablo sabría por qué, la única persona que me apreciaba en este mundo. Y yo ni siquiera sabía pagárselo con nada más que un par de oportunas estocadas de vez en cuando… Les saludé a mi vez, bendiciendo la aún oscuridad que no permitió que notaran cómo mis ojos brillaban. Mientras tanto, Blanca y Juana bajaban por la escalera hacia sus habitaciones, con toda su guardia y acompañadas por Gonzalo. La amante del rey no dejaba de mirarme, a riesgo de tropezar e ir dar por tierra con toda su nobiliaria dignidad: me miraba y le miraba, como haciéndose cruces de lo que imaginaba de nosotros, escandalizada y aliviada a la vez, pero aún recelosa e igual de fascinada y asqueada que antes con respecto a mí.

-Es una mujer a la que conviene no tener de enemiga –me dijo él-. Aparte de sus maquinaciones con los Entença, la recuerdo de las negociaciones con el rey por el tema de este castillo. Su presencia y sus envenenados consejos no ayudaron a que fueran fáciles, precisamente. Al menos, creo que ahora no sufrirá con la idea de que tú eres su rival por el amor de Guillaume. Lo que nos concede una cierta tregua.

-Ni lo sueñes. Es inteligente y odia a los tuyos –rebatí yo-. Y a mí. Vosotros sois un obstáculo para sus ambiciones políticas y sus ansias de poder, mientras que yo represento algo que no comprende, algo que es completamente opuesta a ella misma, y por eso me teme, y me aborrece igualmente. No cantes victoria demasiado pronto, amigo: algo me dice que no es la última vez que Blanca volverá a darnos problemas. Y ahora vámonos: esto aún no ha terminado.


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