(viene de) Mi viejo compañero ya corría como un alma en pena huyendo del infierno por el patio de armas, en dirección al cuerpo principal del castillo.
-Pero ¿sabes a dónde vas? A tu edad no te conviene tanta prisa –dije, intentando seguir sus largas zancadas -. El rey va a llegar en cualquier momento, y tendremos que maquillar un poco este desastre, yantes yo tengo cosas que hacer. No me hagas seguirte si no estás seguro de conducirme adonde está él.
-No estoy seguro –confesó, sin dejar correr. Aún estaba en forma, el condenado, y eso que ya había cumplido sus añitos.
–¿Y entonces? –me paré en seco, echando chispas por los ojos. En ese momento, si no hubiera tenido muchas cosas y mucho más urgentes que hacer, palabra que le hubiera matado. Aquel hombre tenía la virtud de sacarme de quicio: no soporto a la gente tranquila. Me ponen muy nerviosa.
Se detuvo a su vez, con toda la cachaza del mundo, y sonrió.
-… pero estoy casi seguro. Durante estos meses me han hablado mucho de él y creo que sé cómo funciona su mente. Confía en mí.
Los portones de entrada se abrieron casi como por arte de magia al acercarnos nosotros, y el salón principal apareció iluminado y listo para los hechos que iban a sucederse. Sin duda, nos esperaban. Me esperaban. Las mesas con los restos de la cena no habían sido retiradas por unos sirvientes que sin duda habían caído desmayados gracias a mi droga antes de que tuvieran tiempo de cumplir con las labores que les tenían encomendadas, pero alguien las había apartado hacia las paredes. El olor a junco mustio y a comida en descomposición casi me hizo vomitar; éste se mezclaba con la ceniza, el sudor y, tal vez, el miedo. Mi odiado enemigo, tan criminal y psicópata como una gran corporación, parecía esperarme en el vestíbulo de una recepción social, si no hubiera sido por la expresión cruel y sarcástica de su rostro deformada por el odio, al parecer había logrado escapar de la refriega con cuatro guardias y, junta a él, Esquieu se frotaba las manos mirándome irrumpir en la escena con el falso leproso. Éste dio un respingo al verle y fue de inmediato a tirarse a su cuello, cuando y le retuve agarrándole del brazo.
-Habrá tiempo –dije. Los guardias se separaron, y vi que estaban cubriendo, a la vez que amenazando con sus hierros, a dos figuras que llevaba las manos anudadas a la espalda: Isabel, a pesar de su situación y aunque todavía no se había recuperado de los efectos de las drogas, me miró con verdadero odio, y Guillaume, con impotencia. Me maldije a mí misma mil veces: tenía que haber supuesto que Esquieu habría hablado. Mi enemigo debía de saber hacía tiempo que Isabel era una espía de Blanca, y sólo esperaba el mejor y más útil momento para hacerla pagar por ello. Y el momento había llegado. Di dos pasos hacia él, y ahora fue mi amigo quien tuvo que sujetarme.
-Maldito sea mil veces –le escupí-. ¿Eres tan cobarde que sólo crees que podrás vencerme haciendo daño a mis amigos? Suéltalos. Demuestra antes de morir que aún eres aquel caballero del que el pueblo contaba historias hace veinte años. Sabes perfectamente que esto es entre tú y yo.
Se limitó a esbozar una mueca llena de desprecio. Entonces, su mirada cayó sobre mi acompañante, y el más auténtico estupor estuvo a punto de reemplazarla, momentáneamente. Se rehízo a tiempo, sin embargo, y entonces fue Esquieu, que nos miraba con la satisfacción del que es absuelto por la historia, el que habló.
-Señor –nos señaló a mí y mi compañero-, esta es la constatación de lo que os decía. Podéis prendedlos ahora mismo y llevadlos hasta el rey de Francia. Por lo que sé de él, os recompensaría con verdadera largueza si le traéis pruebas de que la Orden del Temple es un nido de fornicadores y sodomitas. ¡Confesarán, no podrán resistir la tortura, aparte de que la vergüenza por su pecado debe de estar carcomiéndoles el alma!
-Y una higa es la vergüenza que siento yo por mis pecados –le hice un gesto obsceno con los dedos-. La única vergüenza que tengo es la de no haberte matado a tiempo, babosa traidora. Pero aún no es tarde –desenvainé mi espada y le apoyé la punta en la garganta. Mi amigo sacó la suya y también les hizo frente. Esquieu y su amo según sonriendo, mientras los guardias se acercaban, aunque sin atacar.
-Sois unos ilusos si pensáis que podéis ganar –se carcajeó el renegado–. Siempre habéis sido unos ilusos, vuestro Grupo de los Ocho, con vuestras ínfulas de arreglar el mundo. Pensáis que sabéis quién soy y para quién trabajo, pero no tenéis ni idea. Y vuestro querido soberano no se queda atrás, tampoco. ¡Y pensar que aún cree en la inocencia de los templarios, aunque le encantaría no hacerlo!
Un pequeño cortocircuito se encendió en mi cabeza. Eso quería decir que le había ido con su historia a Jaume, y que Jaume le había ignorado. Pero, entonces, Esquieu no podía ser un espía de Felipe de Francia, pues éste no habría enviado a tal personaje como emisario para conseguir ayuda de su colega real aragonés, en todo caso sólo lo habría mandado como acompañante de alguien de más enjundia. ¿Sería posible que Esquieu estuviera actuando en solitario? ¿Que ni siquiera hubiera colaborado con Blanca, o en todo caso sólo la hubiera utilizado para llegar hasta el rey?
-Venga, zorra, mátame –continuó él, algo desconcertado por mi repentino silencio-. Desde Gardeny que te tengo ganas.
-Pues lamento que no consiguieras tu propósito. Ni tú ni tu cómplice del arco –tuve tiempo de ver su mirada de desconcierto antes de dejar de amenazarle y volverme hacia su señor-. Ahora lo entiendo todo –le dije-. Ni Blanca ni el rey creyeron en las falsedades de este personaje, pero tú te lo tragaste, ¿verdad?, y viste tu oportunidad -como cualquier manipulada y/o cobarde alma, se creyó las tesis del poder, y ahora ama a los opresores homicidas y odia a los oprimidos-. Por eso rompiste tu alianza con ella, aunque el hecho de tu supuesto asesinato de Guillaume tampoco debió ayudar mucho a vuestra concordia, y cuando Isabel llegó, el renegado te informó de su identidad y entonces ataste cabos –me volví hacia ella-. Debiste haber huido cuando te encontraste con él. ¿No se te ocurrió que te reconocería y ataría cabos?
Isabel me escupió.
-Se aseguró de que nunca coincidiéramos, ¡maldita sea! Todo esto es culpa tuya.
Esquieu se carcajeada sardónicamente.
-¿Falsedades? Yo vi todo el espectáculo de lo que pasó en Corbera, desde una grieta en la pared de la habitación –maldición: esperaba que se estuviera marcando un farol. La idea de que me hubiera visto en aquel momento tan… bueno… tan… me resultaba repugnante. Pero no quería dejar que aquello me descentrara.
-Sí. Lástima que hayas nacido siete siglos antes de tiempo. Es sólo tu palabra, imbécil, no tienes pruebas –seguí hablando con mi viejo enemigo, con una mueca de asco pintada en la cara-. Mentiste en Perugia. Mentiste cuando te uniste al Grupo de los Ocho. No quieres una cruzada ni dejas de quererla, y no creo que odies al Temple por ideología. Sólo odias la vinculación que ellos tienen conmigo.
-No te creas tan importante, muchacha. Hay mucho dinero en juego. Y yo tengo demasiadas posesiones que mantener, unos siervos muy vagos, unas tierras pobres y secas y un rey que prefiere que los nobles nos concentremos en servirle en sus interminables guerras contra el moro que hacer algo por nuestra hacienda. El rey Jaume no está interesado en hacer nada contra el Temple, de momento; les halagará mientras puedan servirle, sólo desea tenerlos controlados y sustituirlos por una orden más afín, mucho más catalano-aragonesa, cuando se dé la oportunidad. Pero allende las fronteras, es otra cosa. Se dice que el soberano francés necesita mucha financiación para acometer los cambios que ha ideado para su reino, y no tiene inconveniente en adelantar oro si sabe que lo obtendrá después centuplicado. ¿Y qué orden militar lo ostenta en abundancia en estos momentos?
Sí. Había sido una ingenua. Debí haberlo supuesto. No estaba loco ni enfermo de rabia. O, al menos, no estaba tan loco ni tan enfermo de rabia. Siempre había sido famoso por aprovechar las oportunidades y matar en todas las ocasiones dos pájaros de un tiro. Se vendía al mejor postor, como un deportista sin dignidad ni patria que no sabe que el país que ahora acoge sus medallas le tirará a la cuneta, como a un refugiado sirio, cuando deje de ganarlas.
Pero eso iba a acabarse. O me acabaría yo.
-Suéltalos –le insistí-. Esto es entre tú y yo. Mi amigo marchará también, así como la sabandija renegada ésa y tus guardias. Haz lo que debes, aunque sólo sea una vez en tu vida.
Sentí a mí lado cómo los músculos del falso leproso entraban en tensión, y tuve un atisbo de lo que estaba pasando por su mente. Mi enemigo dio un paso hacia mí con la mano tendida, y por un momento pensé que iba a aceptar mi propuesta. Suspiró, esbozó una media sonrisa que parecía bastante sincera, y dijo:
-Eowyn, es cierto que tú y yo tenemos que vernos las caras…
Eché mano al pomo de mi espada.
-… y tendremos nuestro momento, te lo aseguro, pero no ahora. Marcharás. Saldrás de aquí con todos los tuyos. Te juro por mi honor que liberaré a tu amigo el resucitado y que entregaré a Isabel a Blanca en cuando te hayas ido. Si sólo te atreves a levantar tu espada una pulgada contra mí, mis guardias los atravesarán. Y supongo que no querrás perder a ese apuesto templario, al menos al decir de las damas, pues yo no le veo tal, por segunda vez. Ni a esa antigua amiga a la que ya has hecho bastante daño. Ah, y lo harás de inmediato. Tengo que solucionar muchas cosas antes de la llegada del rey. Naturalmente, eso también os incumbe a vosotros –Gonzalo y Ruy acababan de entrar por la puerta, y se quedaron paralizados al captar las implicaciones de la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos-. Quiero que liberéis a mis hombres y que ellos se hagan cargo de los de Blanca. Esquieu irá con vosotros para cerciorarse de que todo es correcto. Luego, marcharéis. Sólo cuando os vea salir a todos del castillo liberaré al bretón. Oh, sé exactamente cuántos sois. No me preguntéis cómo.
De inmediato, Gonzalo retiró la mano del arriaz.
-No tenemos otra opción. Vamos. Eowyn, Ruy, mi señor…
O una risotada de mi compañero.
-Gonzalo, recuerda que aún soy yo el que da las órdenes aquí –su tono era más irónico que autoritario. Nos envolvió a todos con una mirada circular, y después se dirigió a mí-. Eowyn, la decisión es tuya. Confío en el de Nantes, ya está claro que es casi inmortal. En cuanto a Isabel, creo que si le debías algo se lo ha cobrado bien. Pero esta es tu guerra, muchacha. No intervendré.
Le miré, no sin asombro. No podía esperar menos de él, y comprendí lo que le estaba costando tomar aquella decisión. Era demasiado honorable para no dejarme libre, aunque eso le doliera. Por eso no había impedido que yo fuera a buscar mi destino aquella vez, cuando salí en pos de Omar. Nunca debí haber creído que él me había fallado.
-No va a matar a Isabel –era ahora Guillaume quien hablaba, con tal seguridad que ni siquiera sus captores le respondieron con algo más que acercando sus espadas-. No sabe el afecto que le puede profesar Blanca, no se arriesgará a enojarla y que ella le malmeta con el rey. En cuanto a mí, ya me han matado una vez. Eowyn, eres libre para decidir.
Como si fuera tan fácil, como si él no tuviera manera de disimular la muerte de Isabel y achacársela a quien más le conviniera; la mirada irónica que me dirigió tras las palabras del de Nantes demostró a las claras que sabía que yo lo sabía. Las espadas de los guardias amenazaban el cuello de Guillaume e Isabel. Ésta, tan ahogada por el odio, no parecía echar cuenta de que estaba a punto de morir, y él me sonreía sin el más mínimo atisbo de temor, con seguridad de que saldría de ésta como había salido antes de tantas, mientras el señor sonreía con suficiencia, sabiéndose ya vencedor.
Porque él me conocía.
Los apreciaba demasiado. Sí, incluso a la traidora Isabel. Nunca podría decírselo, pero nada podía ser más cierto. Tal vez mi forma de amar es extraña. Invisible, inútil y de lo más problemática, pero existe. No sirve de nada, pero ahí está.
-Vámonos –dije al fin. Me dirigí a mi enemigo-. Ay de ti y de tu descendencia si no cumples tu promesa. Lo que has visto hasta ahora no será nada en comparación con lo que verás.
Se carcajeó.
-Paparruchas. Pero sigo siendo un caballero. Venga, marchaos.
Di la vuelta. Fue el movimiento más largo y dificultoso de mi vida. Allí dejaba mis posibilidades de redención, mi esperanza de libertad. Sabía que no existiría otra oportunidad. Que él jamás se pondría de nuevo a tiro.
Tal vez debería renunciar a todo. Volver a mi pueblo. Ser lo que mi familia esperó que fuera. Jurarle lealtad como su sierva. Ser una mujer común y corriente, expuesta a que neoliberales machistss de uno y otro lado del Mediterráneo me vistieran con bikini o con burkini, según me quisieran su puta o su sumisa. No, no podía aguantar más aquella eterna persecución.
-Vámonos –repetí. Mi viejo amigo me miró con tristeza, consciente del paso que yo estaba dando. Ruy me miró consternado. Gonzalo, que hubiera dado la vida si era preciso por su amigo Guillaume, por su parte, nos hizo gestos de que nos apresuráramos. Aquello era el final.
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