Revista Opinión

El desenlace (VIII): ESTALLA LA FURIA REPRIMIDA

Publicado el 06 septiembre 2016 por Eowyndecamelot
El desenlace (VIII): ESTALLA LA FURIA REPRIMIDA

“Pero el papel de todos los libros del mundo no podría enjugar el mar de sangre que anidaba en mi alma”.

(viene de) De pronto, algo cayó del cielo. Literalmente. Mientras yo comenzaba a emprender la retirada, por el rabillo del ojo vi que algo se movía sobre las cabezas de los guardias que retenían a Guillaume y a Isabel. Me volví hacia ellos rápidamente: de los alféizares de las dos ventanas elevadas, dos figuras se habían descolgado a merced de una par de cuerdas y se habían impulsado empleando la pared hasta caer en un batiburrillo de brazos y piernas sobre los antes mencionados. No me costó nada reconocer a Omar y a Ferran, y no sólo porque ya conocía sus dotes de acróbata, sobre todo del primero. Debería haber pensado que no se conformarían con permanecer escondidos en su habitación, esperando que yo volviera a buscarlos: creían que me debían algo por haber salvado sus vidas, y era yo la que les debía lo mucho que habían aportado a la mía. No vacilé: no podía permitírmelo. Le hice un rápido gesto a mi amigo de que se ocupara del señor y de Esquieu (parejita que bien podría haber pertenecido a la CUP si hubiera vivido en la Cataluña del XXI, por sus curiosos cambios de lealtades) , y a Ruy y a Gonzalo de que me siguieran, y solté un grito épico.

-¡Defenderos si podéis, inútiles!

Ruy se echó contra los guardias mientras yo apartaba a Ferran y a Omar de ellos, y Gonzalo, al parecer más lento de reflejos, se dedicó a cortar las ligaduras de Guillaume y de Isabel (por este orden) poniendo su cuerpo como barrera entre ellos y las espadas de los guardias. Por mi parte, al arrastrar a Ferran fuera de la zona peligrosa, mis manos quedaron empapadas de una sustancia espesa que se expandía sobre el pecho del ayudante de Omar en una mancha. Roja.

-¡Ferran, no! –dije. Los sostuve entre mis brazos. Él intentó hablar.

-No podía… dejarlo así. No podía… ser un traidor.

-¡Tú no eres un traidor! Por favor, no te esfuerces -desconocía el alcance de su herida, pero parecía seria. Y, sin embargo, yo no podía perder más tiempo, si quería que allí sólo muriera aquel a quien le tocaba-. Ocúpate de él –dije a Omar, aunque no era necesario y, dirigiéndome a Isabel, le espeté con una dureza que nunca había oído de mis labios-: ¡Y tú, estúpida, ayúdalos! ¡Haz algo útil por una vez! Todo esto es tu responsabilidad, cabrona de mierda, que eres más falsa que santa Teresa de Calcuta.

Desde luego, no pensaba del todo verdad lo que le decía, y tampoco me había liberado tanto del sentimiento de culpabilidad por lo que le había sucedido a Guifré, pero la situación no requería ni la mínima debilidad de mi parte. Mi espada ya estaba fuera de su vaina, y liberé a Ruy de dos de los tres guardias (el cuarto estaba aturdido en el suelo, después del encontronazo con los Flying Mediaeval Brothers) con los que luchaba: sonreí con maldad cuando vi que en la espada de uno de ellos el resplandor rojo de la sangre de Ferran me llamaba a la venganza. Pero no, no podía permitir que la venganza me cegara. Aún no, por lo menos. Jugué al despiste con ellos, engañándoles con florituras, amagando estocadas y esquivando las suyas, hasta que Guillaume, libre de sus ligaduras, se encargó del guardia de mi derecha, dejándome a solas con el que había herido a mi compañero de trabajo. Una mirada rápida a mi alrededor me hizo ver que todo parecía controlado: Ruy, conocido por la rapidez y precisión de sus ataques, estrella de los torneos, dejaba al guardia casi imposibilitado de detener su envites: estocadas al cuello, tajos hacia el pecho o a las extremidades, otro que a punto estuvo de rebanarle una pierna… Lo último que puede ver es que mi antiguo segundo de a bordo, cuando se cansó de jugar, retrocedió para dar a su contrincante la oportunidad de atacarlo, adivinó la dirección de la estocada, la detuvo con su espada propulsándose contra él e hizo girar el arma de su adversario hasta que, con un alarde de fuerza bruta, la hizo caer lejos. Guillaume tampoco parecía tener problemas con su oponente, al que estaba castigando con una lluvia de golpes cortos y rápidos que le dejaban si opción de defenderse, como el neoliberalismo contra los países de América Latina, y Gonzalo, tras haber desatado a su amigo, mantenía a Esquieu cuerpo a tierra, sujetándole con brazos y piernas e ignorando sus intentos de escapar; al parecer, el muy asqueroso había vuelto a practicar su deporte favorito, que era huir de los problemas. El falso leproso, por su parte, sí estaba teniendo problemas para defenderse de mi viejo enemigo, quien por fin se había decidido a luchar (poca otra opción le quedaba), y comprendí que también lo habían herido. ¿Cuántas bajas arrojarían mis deseos de venganza? Yo había querido mantenerles a todos alejados de aquello, era mi guerra, como bien había dicho él, pero no había sabido… Maldita sea, no podía permitirme más autorreproches. De momento debía empezar por concentrarme en mi oponente.

Volví a mirar la sangre que goteaba de su espada. Concentré en él todo mi odio. Todos aquellos años perseguida, mis largas estancias en las prisiones del señor donde él esperaba que se doblegara mi rebeldía y me aviniera a sus razones, tanto tiempo desperdiciado, mis amigos perdidos en Tierra Santa, las manipulaciones de Karl y Gustaf, el sultán de Egipto, el odio de Elvira, la batalla con los Entença y sus múltiples bajas, la traición de Esquieu, la muerte de Guifré, el peligro que estaban corriendo mis amigos… Todas las deudas que la vida tenía conmigo, deudas de un juego en el que yo no había sabido jugar bien mis cartas pero que era el único juego posible para los pobres, la carrera de obstáculos de injusticias, se materializaron en aquel momento y lugar, y de pronto me convertí en la máquina de matar que en el fondo sabía que era. Yo no había aprendido otra cosa. Cuando de niña reclamé atención, solo obtuve desapego, desprecio, la íntima certeza, fomentada por aquellos que deberían haberme dado afecto y cuidados que, al no querer seguir el destino que se suponía que, como mujer, tenía marcado, nada merecía. Tuve que aguantar cómo me vendieron como si fuera un animal mientras que otros padres, en peor situación económica que los míos, luchaban por dar a sus hijas toda la seguridad posible. Desde que, siendo aún adolescente, marché, sólo había visto sangre y había aprendido a hacerla brotar. Eso, y algunos libros, era mi vida. Pero el papel de todos los libros del mundo no podría enjugar el mar de sangre que anidaba en mi alma. Ataqué. Golpeé y ataqué, sin dar tregua, sin honor y sí con todas las malas artes que pude maquinar. Pronto, mi adversario estuvo desarmado y en el suelo, el líquido vital manando de la multitud de heridas que yo le había producido y empapando también mi espada y los harapos que me cubrían, a la espera de que yo hundiera la punta de mi arma en mi cuello. Todo era bruma a mi alrededor. Nunca antes había matado a un enemigo desarmado. Nunca. Aquello iba a suponer un antes y después en mi vida. De allí, lo sabía, jamás podría volver. Pero no me importaba.

-Eowyn…

Una espada detuvo la mía. Era la de Guillaume.

-No lo hagas. No es necesario.

La niebla se disipaba a mi alrededor. Isabel y Omar atendían a Ferran con remedios improvisados. El trovador me dirigió una mirada esperanzada.

-Se pondrá bien. Te lo aseguro.

Miré a mi alrededor, de nuevo. Gonzalo acababa de sujetar con férreas ligaduras a Esquieu. Oí, de nuevo, la voz de Guillaume.

-No sólo vinimos aquí por ti, aunque siempre fue la razón principal. Nosotros también llegamos a la conclusión de que sólo Esquieu podía haber informado a Blanca de nuestro paradero, y que sólo alguien estaba más interesado que ella en saber cómo controlarnos, o sea que el traidor debía de estar al servicio de uno de los dos, y yo sabía que no podía estar al de Blanca. Esto te lo explico sobre todo para que dejes de responsabilizarte de nuestra presencia aquí. Te conozco.

Escuché sus palabras como si las pronunciara desde detrás de una espesa barrera. Los otros guardias y el señor se hallaban fuera de combate en un rincón. El falso leproso, que los vigilaba, me envió una elocuente mirada. Su tez estaba grisácea y se agarraba el costado izquierdo; por otra parte, parecía feliz.

-¿Estás bien? –pregunté, sin ser consciente de que las palabras salían de mis labios.

-Perfectamente –aseveró-. No es más que un rasguño combinado con los achaques propios de mi según tú avanzada edad. Por cierto, según un compañero tuyo con ínfulas de aprendiz de físico que me encontré por el camino ya debería estar muerto. Vigila con quien te juntas, muchacha.

-Creo que sé a quién te refieres –había muchos así en la Cataluña del XXI: se creen profesionales sanitarios y sólo saben planificar mal, recortar, privatizar, asesinar… Sonreí con tristeza. Experimentaba una extraña sensación, como de final de etapa.

-Eowyn, todo ha terminado ya –volvió a hablar-. Deja caer la espada. Las misiones se han cumplido. Todos estamos bien. Esta locura ha de acabar de una vez.

Miré mi arma, que tanto tiempo llevaba a mi lado. Comenzaba a pedir a gritos la jubilación, pero hasta que tuviera la oportunidad de encontrar un botín aceptable o un buen curro, no podría permitirme sustituirla. Por otra parte, quizá ya era el momento de renunciar a aquello que ella me proporcionaba; antes de que me convirtiera en una especie de Gollum ahogado por la sangre que había derramado. Mi mano cayó, casi inerte, a un lado de mi cuerpo. Quizá era el momento de descansar, por fin.

O tal vez no.

Di un paso atrás, alejándome del guardia caído, y volví a levantar mi espada, señalándoles a todos con ella.

-Marchaos –ordené-. Marchaos y lleváoslos a todos. Dejadme sola. Con él -indiqué a mi viejo enemigo, que a pesar de estar vencido sonreía ufano, seguro de que sus contactos y sus manipulaciones le mantendrían impune para siempre, como Franco, como Mas. Quizá esta vez se equivocaría. Quizá no-. Tú lo dijiste –señalé al falso leproso-. Es mi guerra.  Y debéis dejarme que la acabe.


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