El desierto del Danakil está situado al norte de Etiopía, cerca de la frontera con Eritrea, y es una depresión situada 100 m bajo el nivel del mar. Sus temperaturas, en ocasiones cercanas a los 60ºC, lo convierten en una de las zonas más cálidas del planeta y por eso se le conoce como el infierno en la Tierra. Un territorio tan hostil como la tribu que lo habita, los indómitos Afar, que según cuentan cortaban los testículos a sus enemigos y se hacían collares con ellos.
Bajo estas condiciones extremas, entre salares, volcanes y simpáticos paisanos, se esconde uno de los paisajes más espectaculares y sorprendentes del mundo. Es una tierra solo apta para aventureros ávidos de sensaciones fuertes y dispuestos a sacrificarse por vivir una auténtica experiencia y lograr instantáneas inolvidables. Cuando imaginamos un desierto nuestra imaginación vuela sobre altas dunas de arena fina, un paisaje monótono pero con una atracción hipnótica. Sin embargo, el Danakil muestra un aspecto absolutamente diferente, con una belleza salvaje, extrema, que embriaga los sentidos.
El desierto está cubierto en una gran parte por un enorme salar y cuando llegamos nos recibe con un atardecer mágico. En el horizonte solo se puede observar el blanco impoluto del salar y sus reflejos del agua, creando caprichosos espejismos. Junto a nosotros pasan infinitas caravanas de camellos, que caminan abnegados esperando que caiga la noche y descansen de su arduo trabajo.
Tras una noche durmiendo bajo las estrellas, despertamos ansiosos por ver el Dallol, el lugar más bello del Danakil. Se trata de un antiguo volcán que surge abruptamente de la planicie del salar y con continuas emanaciones de azufre y ácido. La ascensión comienza casi al alba para poder superar las altas temperaturas. Arriba espera un paisaje absolutamente único, casi onírico, más propio de otro planeta. Toda una sinfonía de colores se despliega ante nuestros ojos, con colores ocres, marrones, amarillos y verdes. Avanzamos lentamente sobre un suelo creado por pequeñas fuentes termales y que recuerdan a formaciones coralinas. Un auténtico espectáculo al aire libre.
El antiguo cráter se extiende por una superficie de un par de hectáreas, alternando pozos de ácido, pequeños cráteres y pozos con aguas borboteando a temperaturas extremas. Las fumarolas y el olor a sulfuro inundan la superficie, creando un hábitat ausente de vida pero de una belleza enigmática y atrayente. Apenas se puede disfrutar de las psicodélicas vistas del
Dallol durante una hora y media por el intenso sol abrasador a pesar de ser muy temprano.
Avanzamos unos 4 kilómetros escasos para detenernos en otro paisaje lunar, donde las salinas han creado montañas de sal de más de 30 metros de alto. Escarpados riscos formados a lo largo de miles de años. Como contraste, encontramos muy cerca del lugar un pozo de unos 3 metros de diámetro y otros tanto de profundidad. Son aguas filtradas desde el mar rojo, 80 kilómetros más allá, y de un vivo color verde esmeralda que contrasta con el blanco que impera en el salar. También se encuentran dispersas por la zona otras charcas ferruginosas a diferentes temperaturas, algunas de ellas en continua ebullición.
Y aunque parezca mentira en medio de este paraje inhóspito la etnia afar ha sabido aprovechar los escasos recursos que tiene a su alcance. Algunas de esas charcas son utilizadas como termas naturales, aprovechando sus propiedades curativas y han convertido la sal en su principal medio de vida. Se trata de una industria absolutamente primitiva, extrayendo el
mineral con unas pocas rudimentarias herramientas. Toda una gesta que realizan durante más de 10 horas al día, con temperaturas extremas y el agua justa para subsistir. Posteriormente cargaran la sal sobre los camellos que harán una travesía de más de 10 días hasta la ciudad más cercana y que a nosotros nos devuelve a la realidad, todavía con el recuerdo haber disfrutado del paisaje lunar más hermoso que hubiéramos podido imaginar.