El desierto de los tártaros fue la tercera novela publicada por Dino Buzzati, un narrador italiano que comenzó a publicar sus obras en los años treinta labrándose una merecida fama como escritor, pese a que él siempre reclamara su condición de periodista por encima de todo. Quizá sea ésta su obra más célebre y la que más reflexiones ha merecido, sin duda por su carácter simbólico y por su ductilidad a la hora de atribuir significados a su trama.
Y sin embargo, la historia es sencilla y puede resumirse de este modo: Drogo, un joven oficial recién salido de la escuela militar, parte hacia su primer destino en los confines del país, la fortaleza Bastiani, con el ánimo deseoso de ganar fama y reconocimiento a través de una fulgurante carrera militar. A su llegada a la fortaleza su ánimo decae. Nada es como esperaba. Ni la fortaleza es grandiosa en los términos que hubiera imaginado, ni la frontera a defender parece guardar especial peligro; tampoco el paisaje es hermoso o sugerente ya que el emplazamiento se encuentra aislado totalmente de la vida civil en un paraje de difícil acceso. Las primeras conversaciones con sus compañeros ahondan este sentimiento de extrañeza pues ve en ellos un conformismo y una sensación de derrota por la que siente rechazo y desdén.
Salvado el impulso de solicitar un traslado inmediato alegando una enfermedad inventada, se sumerge de lleno en la vida castrense, en sus ritos y ceremonias, en las rutinas diarias. En un principio le asalta de continuo una sensación de incómodo vacío cuyo origen incierto apenas puede determinar. Pero, poco a poco comienza a acariciar, siguiendo al resto de sus camaradas de armas, la idea de que el destino no ha salido huyendo sino que espera para quienes hayan sabido aguardarle con tesón. Así, cualquier movimiento en esa extensísima y yerma llanura que es el desierto de los tártaros es visto como la gran oportunidad, el histórico momento para saltar a la palestra del reconocimiento civil y militar.
Cuando poco después Drogo regresa durante un permiso a su ciudad, advierte en ella la misma extrañeza que antes sintió en la fortaleza; ha quedado preso de la misma. Más aún que el resto de sus camaradas puesto que cuando un redimensionamiento de los efectivos militares permite la salida de muchos oficiales hacia puestos de mayor reconocimiento, Drogo quedará postergado por diversas argucias. Sólo ahora comprende que parecían fingir desear permanecer por siempre en la fortaleza. Y así se abre una segunda parte en la que la obsesión de Drogo llega a convertirle en el remedo de aquellos oficiales que conoció a su llegada por vez primera a su destino y cumple, de cara a los jóvenes, la misma función que para él otros cumplieron.
Siempre a la espera de su destino esquivo, Drogo pierde su vida observando la llanura desértica, los movimientos que cree percibir de tropas enemigas en camino. Como ironía del destino, cuando parece llegado el verdadero momento del ataque contra la fortaleza (el lector quizá crea que tampoco éste será el definitivo, que nunca lo habrá) debe partir por causa de una grave enfermedad.
¿Cuál es el tema que se esconde detrás de este argumento? Lo ambiguo de la obra favorece multitud de interpretaciones, si bien es indudable que todas ellas deberán pasar por la idea de la postergación. La vida de Drogo queda empantanada a la espera de la venida de grandes acontecimientos a la altura de sus anhelos. Pero nada en toda la obra revela que realmente Drogo haga algo por ganarse esa gloria que desea. Los años transcurren y su pereza reduce sus aspiraciones a un órdago por el que renuncia a todo a cambio de la improbable y ansiada guerra con los tártaros. Entre tanto la cotidianeidad roe lentamente su existencia, vaciándola y convirtiéndola en un verdadero desierto.
Desde el propio título de la obra, Buzzati reclama nuestra atención para ese desierto que se extiende a los pies de la fortaleza Bastiani. Ese desierto, observado con metódica y obsesiva atención desde las murallas almenadas es un paisaje muerto, infinito y del que apenas llega noticia. Pero no menos desértica es la vida de Drogo quien a fuerza de observar el paisaje deshabitado no es capaz de reconoce en él su propia vida. De este modo, el desierto actúa como reflejo especular de la vida de los habitantes de la fortaleza. Su vaciedad, su inutilidad, su oportunidad perdida, todo ello se extiende a sus ojos sin ser visto, reflejando su propia vida y sus enemigos imaginarios.
Pero también se encierra en El desierto de los tártaros la idea del eterno círculo. En diversos pasajes claramente intencionales, Buzzati hace de Drogo el mismo actor para los nuevos oficiales que el que antes fueron para él Ortiz y otros. Ni su vida le ha aprovechado, ni su experiencia aprovechará al resto en una rueda demoledora que arrastrará a todos aquellos que no tengan la suficiente fuerza de voluntad para bajarse de ella. Y es realmente en esa lucha contra el destino que les aplasta, por la erigirse como árbitro del destino propio, donde se esconde la gloria que Drogo desea ver venir desde la llanura tártara.
Otro elemento más a tener en cuenta es el momento en el que esta obra fue escrita, mientras el lenguaje belicoso de Mussolini iba preparando a la opinión pública italiana para entrar en la Segunda Guerra Mundial. Al igual que los habitantes de Bastiani fundan su razón de vivir en la esperanza de un peligro cierto, la dictadura italiana, como todas, buscaba un enemigo allá donde fuera preciso, una amenaza que pudiera unir al país en torno al líder. Esa ficción trae inevitablemente el empobrecimiento espiritual de sus pueblos, un desierto en el que los mediocres pueden desplegar sus espejismos, al igual que le ocurre a la guarnición de Bastiani.
En su locura, Mussolini inició una guerra colonial en Etiopía que el propio Buzzati cubrió como reportero. Sin duda, la experiencia de las tropas italianas allí destacadas debió ser muy similar a la de los protagonistas de El desierto de los tártaros. Un enemigo esquivo en un paisaje ajeno y desconcertante que se presenta como una oportunidad de medrar en la carrera militar. Sin duda, los desérticos y pétreos paisajes etíopes sirvieron como modelo de referencia para las descripciones de la llanura tártara.
Es frecuente la referencia a Kafka cuando se habla de la obra de Buzzati. En particular, El desierto de los tártaros parece próximo a El castillo, otra fortaleza pero que siempre permanecerá vedada para el protagonista. Sin embargo, frente al pasivo y meditabundo Drogo, K. despliega todos los medios a su alcance para lograr ser admitido en el castillo. Explora cuantas opciones son posibles y nada parece hacerle ceder en sus esfuerzos. Su vida de acción no le garantiza el éxito, pero sí parece dotar de sentido a su existencia. Por el contrario, Drogo confía en la benevolencia del destino, se cree llamado a una alta gloria y tan sólo espera el momento de aprovecharla. Ni siquiera su inútil espera parece justificar su existencia.
Lo que sí pudo tomar Buzzati de Kafka es el tono general de la obra. El uso tan especial de la tercera persona, los símbolos y las autoreferencias, la atemporalidad de la trama y la economía de recursos a la hora de ir narrando la historia. Todo ello contribuye a que la lectura de El desierto de los tártaros se asemeje a un sueño con el que uno puede fácilmente identificarse, sentir una leve punzada en el estómago e interrogarse.
Pero no caigamos en la trampa. Este libro nos advierte de la necesidad de despertar, de vivir alerta, a la espera de las oportunidades que todos los días se nos muestran. Nos susurra en estruendosa mueca que salgamos a la calle, que nos lancemos a la vida; que nada de lo que dejamos pasar volverá. Así que, ¡hasta la próxima!