Editorial 451. 289 páginas.
Primera edición de 1998, ésta de 2007.
En el prólogo de la novela El
traductor de Salvador Benesdra,
que comenté hace dos semanas, Elvio E.
Gandolfo escribía: “Algo parecido me había pasado con la otra gran novela
argentina post años cincuenta: El
desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza, otro suicida”. Ésta era la
primera noticia que tenía de este autor y de esta novela. Se lo comenté a mi
amigo Federico Guzmán, y me dijo que
él la tenía en su casa y que me la podía dejar. Me pareció interesante leer
seguidas estas dos novelas argentinas de los 90 que al final se encuentran en
una extraña tierra de nadie: son libros estupendos, profundamente literarios,
que no acaban de alcanzar la condición de clásicos modernos porque existen
pocos lectores y referentes de ellos. Como ya comenté la semana pasada, al
final no leí las dos novelas seguidas: me permití el intermedio de los poemas
de Miguel d’Ors.
Es curioso que las que parecen
ser las dos novelas más importantes de la Argentina de los años 90 (con el
permiso de Juan José Saer, añadiría
yo) estén escritas por dos personas con tantos aspectos en común: Salvador Benesdra y Jorge Baron Biza (Buenos Aires, 1942 -
Córdoba, 2001). El traductor y El desierto y su semilla son las únicas
novelas que escribieron y ambos las presentaron al premio Planeta (ese pésimo
descubridor de talentos literarios); no ganaron y ellos o sus familias tuvieron
que pagar la edición (o al menos una parte). Además, el contenido de ambos
libros es fuertemente autobiográfico y los dos autores murieron suicidándose de
la misma forma, tirándose desde la terraza de un edificio: Benesdra de un
décimo en 1996 y Baron Biza de un duodécimo en 2001.
El desierto y su semilla recrea un hecho traumático de la vida de
un joven Mario Gageac, alter ego de Baron Biza. El padre de Mario (Arón en la
ficción) arrojó un vaso de ácido a la cara de su madre (Eligia en la ficción)
cuando estaban reunidos con los abogados de la familia, a requerimiento de la
madre, para después de años de intentarlo poder consumar el divorcio que la
madre deseaba del padre. El padre arroja el ácido a la cara de la madre delante
del joven Mario. Después el padre se encierra en su cuarto y se pega un tiro en
la sien, mientras Mario toma un coche para conducir a su madre al hospital. Así
empieza la novela: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba
todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas
de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus
cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había
acortado la nariz”.
Mario, desde algún momento de los
años 80, recrea este hecho que tuvo lugar en 1964, cuando él contaba con
veintidós años; es decir, la misma edad que tenía Baron Biza cuando ocurrió lo
narrado.
La familia Baron Biza pertenece a
la clase alta argentina, igual que la de Mario Gageac. Arón, el padre, ha sido
político y ha estado en la cárcel por sostener sus convicciones. Eligia, la
madre, ha sido una alta funcionaria del ministerio de educación, bajo el mando
de Eva Perón, a quien admira (y a quien no se menciona nunca con su nombre,
igual que al resto de políticos y dictadores de los que se habla en la novela).
Lo más recomendable para poder
reconstruir el rostro de Eligia es su viaje a Italia, a la ciudad de Milán,
para ser tratada por un experto cirujano, el profesor Calcaterra. En la clínica
de Milán permanecerán Eligia y Mario (el menor de los hermanos, que será el
encargado de cuidar a la madre) cerca de dos años. Gran parte de la novela
transcurre en Milán, en dos escenarios principales: la clínica, donde Mario
atiende a su madre y trata con doctores y enfermeras; y los bares de la ciudad
(principalmente un pequeño bar cercano a la clínica), donde Mario se abandona a
su autodestructiva afición por el alcohol y se relaciona principalmente con la
joven prostituta Dina. “Vivía en dos esferas –la que giraba en torno de Eligia
y la que giraba en torno de Dina–, muy próximas en el espacio y el tiempo, pero
aisladas entre sí. La de la noche estaba –según creía entonces– separada de
todo proyecto que se vinculase con mi vida. Sabía que la esfera de las heridas
de Eligia me ataba para siempre. Lo de Dina, en cambio, yo lo constituía de
manera que a ella y lo que la rodeaba pudiera hacerlo desaparecer en cualquier
momento”, afirma el narrador en la página 173.
Si el estilo de Salvador Benesdra
en El traductor era torrencial y
discursivo, el propio de un lector de filosofía, como ya apunté, el estilo de El desierto y su semilla es más lírico,
más sutil que vehemente y se recrea más en la descripción física de los objetos
(o personas o partes de personas) observados. Quizás en algún momento puede
llegar a resultar un tanto morboso al percatarnos de la fascinación que Mario
siente por la reconstrucción de la cara de su madre, de los cambios de
tonalidades de la carne y los injertos. Una poética de la enfermedad que me ha
llevado a pensar en más de una ocasión en el estilo barroco y celebrativo de la
proximidad de la muerte que exhibe el gran escritor siciliano Gesualdo Bufalino en su novela La
perorata del apestado, potente obra de los años 80, con la que siento
emparentada El desierto y su semilla.
Esta relación entre Baron Biza y
Bufalino tiene que ver con un claro elemento, además del estilo barroco y bello:
el deseo de desacralizar la enfermedad y la muerte, la idea de convertir en
comedia bufa un sanatorio. Baron Biza usa al menos un recurso burlesco en su
narración: los discursos de los italianos, o los textos escritos en otros
idiomas, están reflejados en el libro con una traducción literal al español; lo
que convierte, por ejemplo, al profesor Calcaterra en un personaje de opereta.
En más de una ocasión el lector
querría agitar a Mario por los hombros y hacerle reflexionar sobre su pulsión
autodestructiva, hacerle alejarse de la idea de que él es la semilla del
desierto que siente que ha sido su padre: “La idea de que lo caótico es más
tolerable que lo desértico, que yo había referido tanto al Arón espiritual como
a la Eligia física, quedó sembrada en mi conciencia de aquellos años: la idea
de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad, que si alguna vez
afectaba al hombre (con menos frecuencia de lo que su orgullo lo suponía) era
bajo la misma condición que tiene en la naturaleza: involuntario, total y
ausente, como en los desiertos de rocas” (pág. 35).
Además, la novela reproduce
algunos de los textos que Mario le lee a Eligia: textos políticos, en muchos
casos (escritos por Arón, incluso) que nos acercan a la historia convulsa de
Argentina. En la página 105 se reproduce la crónica de una batalla que nos
remite a los relatos de Jorge Luis
Borges; y aquí Baron Biza parece realizar un homenaje paródico al padre
literario después de haberlo hecho con el padre real.
Entre las dos novelas comentadas
del 90 argentino, yo prefiero El
traductor de Salvador Benesdra; pero siempre considerando que hablamos de
dos libros de un nivel muy alto y que El
desierto y su semilla es una novela lírica muy bellamente escrita, que no
puede dejar indiferente a ningún lector; por el contrario, lo narrado revuelve
y golpea con intensidad al lector y éste tendrá que ser el que decida si le
interesa acercarse a esta enfermiza y poderosa novela.
La editorial 451 cerró. Si usted
es un lector español del blog y le interesa esta novela está de enhorabuena: la
editorial argentina Eterna Cadencia
la acaba de reeditar y espero que, como está ocurriendo con El traductor, se vean sus ejemplares por
nuestras librerías.