Si por un instante intentáramos sentir que
efectivamente no estamos solos, que todos los seres humanos estamos conectados
de manera muy sutil y que a través nuestro algo innombrable se abre paso,
diversificándose en múltiples expresiones, trayendo desde antiguo una memoria
humana conjunta y encaminándonos hacia un destino común, quizá alcanzaríamos a
advertir el significativo cambio en el que hoy nos encontramos.
Por Pía Figueroa
Si imagináramos los oscuros orígenes de nuestra
especie, ese arrancar desde los balbuceos de una conciencia casi completamente
límbica, instintiva, precaria, que hecha a andar buscando protegerse de las
inclemencias del ambiente, de las fieras, del hambre y la peste; si pudiéramos
registrar por un momento que pertenecemos a una de las tribus nómadas de los
homínidas que nos antecedieron, tal vez comprenderíamos el proceso de nuestra
especie como una odisea fenomenal impulsada por una intención evolutiva
extraordinaria.
¿O no fueron
milenios los que pasamos deambulando antes de romper con uno de los
condicionamientos que mantienen sumergidos en la animalidad a todas las demás
especies vivientes de nuestro planeta? Antes de acercarnos al fuego debimos
superar nuestros propios instintos de conservación, sentir un coraje sin igual
para tender la mano hacia el calor de una rama en llamas, hacia las brasas
dejadas por algún incendio, para poder alcanzar el fuego sin quemarnos y
aprender a conservarlo vivo. ¡Qué poderoso ha de haber sido ese impulso que nos
permitió superar todo temor! Soplando para preservarlo pudimos trasladarlo,
desplazarnos con él para alejar a las bestias amenazantes cuya inteligencia no
concibe apoderarse de aquello que aparentemente lo destruye y carboniza todo,
pero que sin embargo domesticado puede cambiar el modo de alimentarnos, de
abrigarnos, de defendernos.
Durante otros muchos siglos estuvimos viviendo así,
yendo de lugar en lugar, recolectando, cazando, pescando para alimentarnos
mientras el fuego nos iba mostrando que podía cocer el barro en el que lo
transportábamos y aprendimos a beber sin que se nos escurriera el agua entre
los dedos, pudimos dar forma a la tierra arcillosa para generar nuestros
primeros utensilios y seguir avanzando, paso a paso, hasta desplegar de tal
modo nuestra inteligencia que de un par de pedernales hicimos nacer chispas,
que en vuelo infinito pudieron encender yescas. De ese modo nos hicimos dioses,
haciendo fuego. Nos transformamos en seres mitológicos, nos constituimos en
humanos.
Con la producción del fuego todo cambió para ese ser
frágil y fuerte que somos, para la especie que pobló el mundo. Produjimos
hornos, fuelles, cerámicas, fundimos metales, soplamos vidrio. Domesticamos
animales y plantas, desarrollamos la agricultura, los asentamientos y
terminamos con nuestro nomadismo para organizar nuestra vida tribal en pequeños
asentamientos donde pudimos dar sepultura a nuestros muertos. Porque desde el
comienzo mismo nos ha parecido muy importante hacerlo. Acompañar el tránsito y
permitir que en paz los espíritus emprendan su vuelo.
Siempre hemos estado buscando mejores condiciones de
vida, aguijoneados por la necesidad de superar el dolor y saltar sobre nuestros
sufrimientos. Rebelándonos contra lo que nos limita y nos frena, buscando un
sentido que trascienda el umbral de la muerte.
Sería muy largo contar cómo lo hemos ido haciendo.
Baste decir que no ha habido civilización que se desentienda de la necesidad de
ir más allá de los condicionantes de su tiempo.
Hoy en día, cuando las distintas culturas han ido poblando
toda la Tierra, ahora en que no hay una sola latitud en la que no hayamos
logrado instalarnos pese a las condiciones que en cada región y de modo tan
distinto nos impone la naturaleza, nuestra especie sigue su camino y va
abriendo lugar a su futuro.
Promesas pendientes
¿Qué busca hoy el ser humano?
Todavía tiene pendiente, para millones de millones de
personas, la promesa de poder vivir en las condiciones que consideramos
mínimamente humanas: la posibilidad de nacer y crecer con alimentos y cuidados,
de ser educados, de contar con techo y vestuario, de poder pensar con libertad
y ser respetado, de procrear con amor y poder trabajar, de envejecer de manera
saludable y morir con dignidad. Sí, ¡esos mínimos están pendientes para
demasiados!
Pero no sólo eso buscamos actualmente. Aspiramos a que
en nuestro planeta sea posible sostener por largo tiempo las condiciones de
vida, para nosotros y para las demás especies que constituyen el ecosistema
terrestre. Queremos vivir y en las mejores condiciones.
Por último, esta especie tan irreverente y particular,
tan privilegiada, tiene además la osadía de pretender ir más allá de su
existencia mortal, para aventurarse en el campo trascendente donde fueron por
milenios sólo ubicados sus dioses. Ahora una nueva espiritualidad busca abrirse
paso desde las profundidades más recónditas de su conciencia.
Tal vez por eso el sistema político, económico,
social, educacional, medioambiental, de salud, de pensiones y las diferentes
normas que rigen en general la convivencia humana, de pronto parecen estarnos
estorbando. Casi como si fuera un traje que nos ha quedado chico porque hemos
crecido mucho, se empiezan a rajar las costuras con que venimos sosteniendo lo
que teníamos establecido. Y ya no da para más ni la injusticia social ni la
democracia formal, los vicios de corrupción o la especulación financiera. No
hay sociedad que aguante la manipulación ni el encubrimiento de la información.
Es como si de pronto una correntada de nueva lucidez estuviera diciendo:
¡Basta!
Queremos construir el mundo verdaderamente humano que
está en nuestros corazones como esperanza desde los tiempos más remotos, y
hemos podido sortear ya muchísimos obstáculos. Salimos del obscurantismo y del
medioevo, adquirimos enormes conocimientos, los multiplicamos con la industria
y la tecnología, acelerando el ritmo de nuestro devenir para que esta evolución
caminara cada vez más veloz. Pero no lo hicimos para privar de sus beneficios a
nadie. Al contrario, el futuro comienza a hacerse ver en el trato amable de los
jóvenes que están clamando por igualdad y sin violencia denuncian que el lucro
de muy pocos marginaliza a muchos. Ese futuro que emerge como piel nueva y va
levantándose desde las plazas de tantas ciudades, agitándose en acampadas y en
marchas, corriendo veloz por redes virtuales en las que se va multiplicando sin
liderazgos, sin portavoces, sin instrumentalización y descentralizadamente.
Como si nuestra especie hubiese tomado conciencia de
sí misma, hoy todo gesto violento empieza a producir una suerte de repulsión y
no aceptamos que se levante la mano contra nadie, porque sentimos que estamos
todos muy profundamente entrelazados. Como si fuéramos casi un solo ser con
diferentes individualidades efímeras, avanzamos en la construcción de nuestra
historia expresándonos hoy de modo no-violento y cerrando filas ante cualquiera
que resulte amenazado por la brutalidad.
Un abrir y cerrar de ojos
¿Cuánto tiempo hará falta para que el sistema cambie?
En el ciclo completo del proceso humano, ¡nada! Un
abrir y cerrar de ojos, un guiño propio del despertar. Porque parece ser que
nuestra conciencia avanza ya hacia la certeza de que otro mundo es posible y
que es suficiente con abrir un poco el corazón para empezar a intuir hacia
dónde vamos, para ir agradeciendo que nos haya tocado vivir en esta época
precisa en la que todo lo asfixiante está siendo cuestionado y se alcanza a
visualizar un nuevo horizonte espiritual.
Tiempos que demandan una especial sintonía que supera
los individualismos y exige de todo el coraje para enfrentar aquello que nos
dignifica como especie y nos impulsa a dar los pasos más significativos,
dejando atrás todo temor y toda violencia, para llegar a ser plenamente
humanos.
“El Mensaje de Silo”, fragmento de “El Camino”, Silo.
Ulrica Ediciones, Argentina, 2007. www.libreriahumanista.com -
www.silo.net
tomado de: http://www.revistasomos.cl/2012/12/el-despertar-de-la-humanidad/