El autor, Gonzalo Montes Amayo, explora un mundo donde la felicidad es obligatoria y convierte el sufrimiento en un acto de resistencia.
Por: Alberto Berenguer / Instagram: @tukoberenguer; @delecturaobligada

Su novela “El despertar de los infelices” presenta un mundo donde la felicidad es obligatoria y el dolor ha sido erradicado por decreto. ¿Qué le llevó a imaginar esta distopía emocional tan particular?
La idea surge de una sensación incómoda y persistente, en la que, de algún modo, la felicidad se está convirtiendo en una obligación para todos —o al menos la ausencia de dolor, que no es lo mismo—. Y no quiero decir que no sea un bonito objetivo vital, pero para mí, el sufrimiento es una parte intrínseca del ser humano y de la vida. Sin dolor, la vida no deja de ser un simulacro. Pretender eliminarlo a fuerza de libros de autoayuda, blogs y posts (o pastillas al fallo), me resulta agotador.
Por otro lado, a nivel más social, creo que estamos construyendo una sociedad que tiene demasiado miedo a perder lo que tiene, y eso trae muchas consecuencias: vivimos con miedo, arriesgamos menos, actuamos desde la comodidad… y, sobre todo, que somos fácilmente manipulables.
Y eso, para mí, sí que es profundamente doloroso y peligroso.
En esta historia, el amor y la tristeza aparecen como formas de resistencia. ¿Cree que en la vida real también hemos anestesiado las emociones incómodas en favor de una aparente estabilidad?
Sí, totalmente. Detrás de todo esto se ha montado un negocio enfocado en “salvarnos” del dolor y la tristeza. “Seamos felices, no seamos necios”. Creo que es fundamental distinguir entre enfermedades reales —como la depresión, el trastorno bipolar, entre otras—, donde sin duda hay que invertir y apoyar a quienes las sufren, y algo muy distinto es que se pretenda erradicar los malestares normales de la vida.
La novela reflexiona sobre la pérdida de la inocencia y la reconstrucción emocional. ¿Qué significa para usted “empezar de nuevo” cuando ya hemos vivido mucho y sentido poco?
Pienso firmemente que la vida suele ofrecernos más oportunidades de las que, a priori, creemos tener. De hecho, ahí reside buena parte de la emoción de exprimirla y arriesgarse: caer y levantarse, una y otra vez. Y no hablo de discursos vacíos ni de frases motivacionales —que, en algunos momentos, pueden ser útiles—, sino de comprender realmente lo que somos.
La novela está construida como un viaje, de algún modo similar al de Ulises, pero en este caso del protagonista junto con su familia. El viaje, como técnica narrativa, me parece de una enorme fuerza para mostrar cómo un hombre, a pesar de perderlo todo, sigue adelante. Algo en la línea de The Road, donde se camina sin respuestas, pero con la esperanza de encontrar la redención.
Los personajes de El despertar de los infelices no solo buscan sobrevivir, sino también recordar lo que se siente estar vivo. ¿Qué papel juega la memoria en la construcción de la identidad emocional?
Sin memoria no somos nada, ¿no? A mí me gusta recordar. Los recuerdos son los que nos hacen ser quienes somos, quizá también lo que nos impulsa a mejorar e, incluso, en momentos de desesperación, lo que nos permite seguir viviendo.
Además —y vale la pena decirlo—, los personajes de una novela sin recuerdos serían extremadamente difíciles de construir. Los recuerdos forman parte de nosotros.
En concreto, en la novela tiene un significado adicional. Se intentó construir un mundo en el que, aparentemente, todo funcionaba mucho mejor que antes. Y es ahí donde la memoria cobra importancia: para recordar ese mundo defectuoso, pero mucho más humano que el nuevo, en el que los ciudadanos viven adormecidos.
Tiende uno a pensar que, muchas veces, es mejor que nos dejen como estamos, antes que permitir que un nuevo Mesías —o un nuevo Leviatán— surja de las profundidades del cielo o del infierno para decirnos cómo debemos hacer las cosas. Personalmente, prefiero las ideas colectivas y consensuadas, más que aquellas sutilmente impuestas.
Y es que en la historia tenemos muchos ejemplos que me dan la razón.
Su estilo narrativo es introspectivo, simbólico y poético, incluso en medio del caos. ¿Qué le interesa más como autor: contar lo que pasa o explorar lo que sienten sus personajes mientras sucede?
Soy un tipo más existencialista, por lo que quizá lo segundo sea lo cierto. Me gustan las novelas introspectivas, y tal vez por eso esté escrita en primera persona. De hecho, de forma inconsciente, tiendo a alejarme de las “corrientes de conciencia” literarias. No son lo mío.
Se ha dicho que su novela recuerda a autores como Bolaño, Miller o Palahniuk. ¿Qué hay en sus voces que reconoce en la suya o que le ha influido al escribir?
No sabría decirlo con certeza, aunque me atrae esa mezcla de estilos. Con total sinceridad, este verano es la primera vez que leo a Henry Miller, así que, si hay algún parecido, es pura coincidencia. De Palahniuk solo he leído El club de la lucha; me gustó, pero no me entusiasmó.
En cuanto a Roberto Bolaño, esa ya es otra historia. Sin duda, es el escritor que más me ha influido en los últimos años. Como relataba en un artículo que adjunto sobre su figura, Bolaño explicaba —riéndose y con sus propias palabras— que el displacer es un componente intrínseco de la existencia humana. Es una idea que he intentado reflejar en mi nueva novela, salvando, por supuesto, las distancias.
El libro propone un dilema esencial: ¿podemos ser plenamente humanos sin experimentar dolor? ¿Cuál fue la reflexión personal más profunda que surgió mientras escribía esta historia?
Creo que no, de ahí surge la idea. Como he comentado en puntos anteriores, la salud mental es, sin duda, fundamental para el bienestar de la sociedad. Sin embargo, es importante distinguir entre enfermedades reales y simples desasosiegos. Pretender vivir sin dolor es, en el fondo, pretender existir sin sentir.

En Naura ya abordaba temas como la fragilidad emocional y la lucha interna del individuo. ¿Qué evolución cree que ha habido desde esa primera novela hasta “El despertar de los infelices”?
No sé si tengo una respuesta clara. Creo que ambas novelas tratan, al final, sobre nuestra fragilidad como personas y sobre cómo siempre acabamos atrapados, de alguna forma, en nuestras propias dinámicas. O, como decía en mi novela anterior, en nuestra noria.
Cada una fue escrita en momentos personales distintos y, quizá desde ese aspecto, El despertar de los infelices es una novela más profunda, sosegada y reflexiva, y no tan personal o reivindicativa como Naura.
Viene del mundo de la empresa y la docencia, y ahora firma una novela fuertemente emocional y literaria. ¿Cómo conviven estos mundos tan distintos dentro de usted?
Bien, cada parte tiene su espacio. Es cierto que, a veces, he sentido que de lunes a viernes me disfrazaba con traje y corbata, pero también, en el mundo de la literatura, me he sentido como un intruso, por lo que vivo en un continuo empate.
En el fondo, creo que somos mucho más complejos de lo que parecemos, y que estereotipar siempre es un error. El secreto, quizá, está en encontrar canales de comunicación entre “ambos mundos”, ¿no? Suele ser mucho más enriquecedor. Además, considero que un buen escritor debe pisar la realidad y afinar mucho el oído y eso solo se consigue, como dicen los ingleses, “in the ground”.
¿Qué tal ha sido su experiencia publicando con Editorial Metamorfosis?
Profesionales y honestos.
¿Está trabajando ya en una nueva historia? Si es así, ¿en qué etapa del proceso creativo se encuentra y puede adelantarnos algo sobre ella?
Tengo en mente una novela un tanto friki, una mezcla peculiar entre thriller, realismo sucio y nuevo periodismo. Aun así, queda mucho por hacer: apenas llevo escritas cinco mil palabras.
Y para cerrar la entrevista, como lector, ¿qué libro o autor recomendaría a quienes han disfrutado de “El despertar de los infelices” y buscan una lectura que también los sacuda por dentro?
Detectives salvajes. Sildenafil literario en estado puro.
