Pedro Paricio Aucejo
El descubrimiento de la vocación personal aparece indisolublemente unido con el conocimiento de la propia identidad. Ambos procesos surgen al paso del quehacer diario y evidencian una suerte de realización existencial, en la que el individuo construye su entorno al tiempo que reconstruye su propia personalidad. Vocación e identidad se viven en el presente y se proyectan hacia el futuro, pero están condicionadas por un pasado que existe desde siempre: en lo más profundo del ser humano está conformado ya el tipo de vida que ha de llevar, sin que su voluntad pueda modificarlo en su esencia.
La joven Teresa con María BriceñoEn cada persona se manifiestan tendencias que le impelen hacia una concreta forma de ser: con ella colabora en su desarrollo pero ni la elige absolutamente ni puede alterarla radicalmente. Aunque el itinerario vital de un individuo experimenta transformaciones en el discurrir de su existencia, estas no son más que fases de una misma trayectoria en evolución, meros despliegues de las potencialidades encerradas en el insobornable sustrato de la intimidad.
Si la vocación religiosa no es una excepción en este proceder, la de Teresa de Ahumada (1515-1582) no hace sino confirmar dicha constante¹. De niña, vivió la piedad en su ámbito familiar: en Libro de la Vida explica el cuidado que su madre tenía con ella y sus hermanos “de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos”. Pero también la religiosidad de su época permeó un estrato decisivo en la infancia, el del juego: “gustaba mucho, cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios, como que éramos monjas, y yo me parece deseaba serlo”.
Esta primera experiencia religiosa dejó impreso en su alma lo que la Santa denominó “el camino de la verdad”, que consistía en la conciencia de la brevedad de la vida y en el temor de perderse “para siempre”. Sin embargo, el paso del tiempo fue relajando aquellas querencias infantiles e incorporando deseos propios de otra edad diferente, hasta el punto de comenzar “a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello, y olores y toda clase de vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa”.
A raíz de haber fallecido la madre de Teresa en 1528, de haberse casado su hermana mayor en 1531 y de tener que ausentarse de Ávila su padre por motivos de trabajo, este decidió encomendar su educación a las monjas agustinas de aquella ciudad castellana e ingresarla como alumna interna en el prestigioso monasterio de Nuestra Señora de la Gracia, donde pronto se encontró feliz (“en ocho días –y aun creo menos– estaba muy más contenta que en casa de mi padre. Todas lo estaban conmigo”). Allí permaneció como doncella seglar desde julio de 1531 hasta diciembre de 1532.
La futura descalza admiraba a las agustinas, pero –a diferencia de sus primeras inclinaciones infantiles– aborrecía su estado, oponiéndose entonces con firmeza a ser monja. Estos sentimientos empezaron a cambiar en el momento en que, como interna, contactó con la madre María Briceño, a la que Teresa admiraba por su discreción y santidad. Su influencia fue considerable sobre la joven alumna. Su manera de hablar de Dios desde la propia vivencia personal permitió que Teresa experimentara “más amistad de ser monja aunque no en aquella casa, por las cosas más virtuosas que después entendí tenían, que me parecían extremos demasiados. Estos buenos pensamientos de ser monja me venían algunas veces y luego se quitaban, y no podía persuadirme a serlo”.
A pesar de estas vacilaciones, la que después llegaría a ser Doctora de la Iglesia revivió sus anhelos infantiles de ser monja, reconociendo que, por medio de María Briceño, “parece quiso el Señor comenzar a darme luz”. Pero una “gran enfermedad”, con calenturas y desmayos, la obligó a abandonar el internado y regresar a la casa de su padre, de modo que, a pesar de redescubrir su vocación religiosa en el monasterio agustino, Teresa no profesaría después con estas religiosas sino con las carmelitas.
El carácter zigzagueante de este recorrido existencial remarca la nitidez de la trayectoria vocacional de la mística abulense, catalizada por la educación recibida en su internado, donde dedicó más tiempo a la oración y al conocimiento de temas espirituales, a darle vueltas a la idea de hacerse monja y a rogar a Dios para que la ayudara a descubrir qué es lo que quería de ella. Al sacar las agustinas lo bueno que la joven llevaba dentro, restablecieron su identidad personal y, avivándola, afianzaron su inequívoca vocación.
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¹Los datos que se detallan a continuación han sido obtenidos de la información suministrada por CANCELO GARCÍA, José Luis, ‘El agustinismo de Santa Teresa (1515-1582)’, en SANCHO FERMÍN, F. J., CUARTAS LONDOÑO, R. y NAWOJOWSKI, J. (DIR.), Teresa de Jesús: Patrimonio de la Humanidad [Actas del Congreso Mundial Teresiano en el V Centenario de su nacimiento (1515-2015), celebrado en CITeS-Universidad de la Mística de Ávila, del 21 al 27 de septiembre de 2015], Burgos, Grupo Editorial Fonte-Monte Carmelo-Universidad de la Mística, 2016, vol. 2, pp. 123-157.
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