La democracia –aquel régimen donde el diálogo entre ciudadanos es la forma de hacer política- ha cedido ante las encuestas, perpetuando con ello la imposición de la opinión de forma unilateral, y sobre todo, la estructura de dominación del voto.
Una ironía constante en las opiniones del común de las personas y de los políticos, es el decir que la “opinión pública” está en lo correcto o incorrecto, o decidió bien o mal, según qué opinan o a quien eligen. O que hay que “escuchar la voz del pueblo” siempre y cuando ésta se estime favorable.
Por otro lado, los medios, políticos, y otros tantos otros analistas, siempre que comentan las encuestas, nos hablan de “la opinión pública” o “la voz del pueblo” como un todo tajante y concluyente, aún cuando lo cierto es que eso no existe en la realidad.
Bajo esa lógica se producen ciertas ironías en cuanto a lo que llamamos opinión pública o la voz del pueblo, donde tenemos sujetos que por un lado –y según sea el caso- dicen: “la gente es tonta elige mal o no sabe” y en otros dicen “hay que escucharlos”.
En el ámbito político esta paradoja se hace más notoria con mayor frecuencia y de manera dual.
Por un lado, y puesto que los políticos, al no tener idea de lo que piensan las personas a nivel local y particular –porque no dialogan con éstas al estar en sus olimpos personales- sólo se tienden a guiar por lo que las encuestas y estadísticas les dicen acerca de lo que supuestamente opina la gente. Es decir, construyen en sus mentes un ideal de ciudadano –llamado opinión pública o voz del pueblo- al cual acomodan y aprecian según sus propias expectativas personales. Por eso, a veces lo odian apelando al elitismo, o lo aman apelando al populismo.
Por otro lado, las personas comunes y corrientes tienden a aceptar la imposición de la opinión -y subyugar las propias- sin ninguna clase de debate intermedio porque el medio –convertido en líder de opinión- a través de la estadística indica que es lo que la mayoría piensa.
Claramente, en todo lo anterior, la lógica del diálogo –que es la clave de la política y del ágora- se suprime por la de la asimilación. La gente tiende a asimilar una opción sin contraponer opinión alguna. Los políticos – del lado que sea, porque todos juegan a lo mismo- entonces tienen la herramienta perfecta para elevarse a los cielos y ejercer su dominio, por lo que tienden a sentirse cada vez más omnipotentes y como únicos merecedores de su posición y cargo.
Así, el ciudadano se ve reducido a una esponja que absorbe opciones políticas a través de la TV, que luego se traducen en un voto cada cierto tiempo. La política y la democracia entonces entran en estado de coma permanente.
En todo esto hay una distorsión monstruosa, en la mente del político, que olvida que el conjunto de ciudadanos son individuos y no una masa amorfa inconsciente; y en los propios ciudadanos que comienzan a asumir una posición de sumisión extrema que fortalece el elitismo y el dogma.
Así surge la nueva religión política, el despotismo de las encuestas.