Revista Opinión

El desprecio

Publicado el 16 septiembre 2012 por Romanas
El desprecio                Walter Benjamín Es realmente  incalculable la cantidad insuperable de desprecio que gente como Rajoy, Cospedad o La cólera de Dios deben de sentir por este pueblo que les tolera todas las ingentes canalladas que están cometiendo. Ellos mismos han tardado mucho tiempo en aceptarlo, han tenido que comprobar una y otra vez como este pueblo de asquerosos esclavos acababa lamiéndoles el culo cuando más lo explotaban, incluso cuando a la explotación unían los peores insultos a su inteligencia y a su dignidad personal: Pero ¿qué clase de gentuza es ésta que acepta sin rechistar todo esto que les estoy haciendo? ¿Cómo es posible que sus propias entrañas no se rebelen contra ellos mismos incapaces de tolerar la insoportable humillación a que los sometemos? Pero ¿qué clase de gente son, hasta donde llega su propia impudicia que supera con mucho a los cerdos, en cuanto a su infecto comportamiento, y a las hienas, en lo que se refiere a su propia estimación?  Es precisamente por esto por lo que no sienten, no pueden sentir ninguna clase de piedad por toda esta gentuza que tanto les tolera, "son tan despreciables", piensan, "que lo merecen todo, incluso esta montaña de desprecio que vertemos sobre ellos". "Que se jodan" decía la hija de Fabra.  La cobardía, el temor cuando no se tiene nada que perder, cuando la vida es una insoportable tortura, es una ignominia personal tan absoluta que no merece ninguna clase de consideración ni siquiera por parte de aquellos que son culpables de ella, cuando menos de los que son sus involuntarias víctimas.  Hay, en nuestro país, casi 6 millones de personas que son víctimas de la peor de las persecuciones y otros casi 20 millones más que lindan ya con la insoportable condena de la peor de las miserias y hasta ahora yo, que durante mucho tiempo sufrí estos males, sentía una inmensa compasión, en el más estricto sentido de la palabra, por todos ellos.  Hoy, comienzo a replantearme la cuestión. Dicen, no sé si sólo en mi jodido pueblo: “el perdío, al río”.  Si yo me estoy muriendo de hambre, si no tengo realmente nada que perder, ¿qué coño es lo que temo?   Si yo, cumpliendo a rajatabla, el mandato implícito de Albert Camus, lo que debería de hacer de una puñetera vez es suicidarme, si yo llevara a cabo plantearme sinceramente la terrible  disyuntiva shakespeareana, hace ya mucho tiempo que no debería de estar aquí, que habría hecho lo que hacen cotidianamente algunos cientos ¿o son miles? de hombres y mujeres realmente conscientes de su propia verdadera condición.  No es un farol retrospectivo, pero durante mucho tiempo pensé seriamente en llevar a cabo un atentado contra aquel gran tirano que nos amargó a casi todos la vida durante tantos años.  Pero al fin se impuso el puro, el canallesco miedo a mi deseo de hacer una justicia que nadie se atrevió a cometer.  Hoy, ya no hay un sólo tirano que justifique un atentado personal. Habría que utilizar una bomba atómica, pero me alegro de que no esté a mi alcance un instrumento capaz de ejecutar esa justicia que reclama inexorablemente un mundo así, porque no estoy seguro de lo que haría.  De modo que me siento condenado a seguir viviendo esta existencia miserable en todos los sentidos y no sólo porque mis posibilidades de hacerlo dignamente mengüen de manera muy considerable cada día.  Es la jodida trampa familiar la que me tiene bien cogido por mis testículos.  El sufrimiento que supone la sola idea de que mi mujer y alguno de mis hijos se verían totalmente desamparados ante una vida que sería, sin mis pensiones, absolutamente insoportable, me tiene amarrado vitaliciamente a aquí y no me permite una salida aceptable como aquella que pergeñé hace ya casi 60 años cuando mi tragedia El suicida, quedó finalista, o sea, segunda, en el premio Arniches de teatro del Ayuntamiento de Alicante.  Sí, yo estoy absolutamente convencido, como Stefan Zweig, Arthur Koetsler, Walter Benjamí, Mariano José de Larra y Angel Ganivet, de que la única salida digna que tiene el eterno dilema hamletiano es irse de aquí dando el más drástico de todos los portazos.


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