Revista Cultura y Ocio

El destino de Fausto

Por Daniel Vicente Carrillo


El destino de Fausto
Si la filosofía ha de servir a algún fin más allá de sus lúdicas especulaciones, es al de cuestionar la solidez y universalidad del sentido común. Nada es lo que parece, y de la apariencia es imposible obtener el ser, como se verá.
Los impugnadores de la metafísica tradicional, de Kant para abajo, o de toda metafísica, de Wittgenstein para abajo, tienen a la realidad por "la verdad misma". La genealogía de esta extendida opinión puede perseguirse sin excesivos quebraderos de cabeza. Se distingue en ella entre la doxa de las meras palabras, o esencias, y la episteme de lo testificable por los sentidos, las existencias. Esta subordinación de la primera a la segunda -en contra del parecer de Platón, que las conjugaba a la inversa- tiene un único fundamento que podríamos llamar intuitivo, a saber, que las palabras "provienen de dentro" y los objetos de los sentidos "de fuera". Dentro están los ídolos y fuera los dioses; dentro las representaciones y fuera los arquetipos; dentro los significantes sin significado, las quimeras, y fuera los significados sin significante, la Esfinge.
Esta visión, tenida hoy por supremamente racional, es en gran medida deudora del irracionalismo. La razón es menesterosa, se nos dice; es una voluble prostituta que engaña y mercadea con sus encantos. Es, sobre todo, mujer: debe ser sometida por un principio que la domine y determine, ya que de lo contrario se adecuará a cualquier dueño. Librémonos, en fin, de la razón y de su voz interior, pues ambas están corrompidas por lo fatuo del hombre, absurdo y mudable como él, así como por la tradición de los pueblos, que es vanidad sobre vanidad. Bacon no habría existido sin Lutero.
Pero ¿qué es la verdad? La verdad es un concepto definible o nada es. Ahora bien, la realidad empíricamente considerada, al depender de la pura observación según el positivismo, no se obtiene por derivación de ningún principio lógico superior que la comprenda. Éste es el motivo por el que no se la puede definir, sino, a lo sumo, describir. La palabra "realidad" es un término tan vacío como "ozingobru" si no se refiere a esta o aquella realidad contemplada. Por ello no puede emplearse como fundamento de ningún sistema, ya que ella misma, dada su inconsistencia ontológica, requiere de él.
Somos capaces de abstraer las características generales de los objetos para aplicarlas a una pluralidad de ellos. Con todo, como no hay muchas realidades, sino sólo una solidaria en todas sus partes, no es pensable siquiera una definición de realidad que pueda extrapolarse a varias de ellas. "Perro" viene a ser un vocablo apto a los efectos de una definición a priori; "realidad" no. No hay nada común con carácter necesario en dos situaciones reales distintas, pues las variables tiempo y espacio también son relativas a los estados de cosas; y nadie, salvo tal vez un metafísico, puede pretender que las leyes de la naturaleza sean algo más que una abstracción de nuestra mente. Pues esto es lo que se nos ha asegurado: que la realidad está por encima de cualquier metafísica.
Los duros materialistas han esgrimido ese espantajo, la realidad fenoménica, frente a cualquier conceptualización que escapase de ella. Sin embargo, a pesar de existir en cuanto tal ("real" y "existente" son indudablemente sinónimos), la realidad carece de significación propia. No puede oponerse a "lo irreal", porque no hay impedimento absoluto para que lo que hoy no existe sí exista mañana. Ergo, no hay "realidad" ni "irrealidad" a priori, sólo convenciones descriptivas.
Exigir que una proposición verdadera se ajuste, para serlo, a un estado de hecho constituye lo que viene conociéndose como la teoría escolástica de la adaequatio, la cual rechazo con los argumentos que siguen:
a) Es insuficiente, puesto que una teoría tal no podría dar razón de dos fenómenos aparentemente contradictorios.
b) Es dogmática, ya que anticipa como verdadera aquella realidad a la que el enunciado debe amoldarse. Esto es, presupone la verdad como previa la adaequatio y, por consiguiente, como condición de la adaequatio misma.
c) Es reduccionista, dado que limita lo verdadero a lo real-efectivo, negando la virtualidad de lo posible, esto es, aquello cuyo contrario no entraña contradicción.
A no ser que establezcamos principios previos a lo real e independientes de lo fenoménico, todas las predicciones empíricas serán o bien actos de fe, o bien profecías autocumplidas.
Hume establece como principio general el carácter a posteriori e injustificable de la relación causa-efecto. Si el orden de las ideas se deriva del de las impresiones, y las verdades apodícticas son, al cabo, tautologías, deducimos que éstas no son capaces de reflejar la realidad objetivamente, ni aquéllas pueden lograr el valor de verdad más que de un modo convencional o intersubjetivo. Las causas y los efectos son, para Hume, simples divisiones imaginarias que el hombre traza sobre el mundo, a modo de meridianos y paralelos, con el fin de lograr en él cierta capacidad de acción. No es, entonces, la causa la que genera el efecto, como nos enseña la razón práctica, sino que es el mismo efecto el que, retrotrayéndose por la fuerza de la Costumbre, se convierte en causa abstracta. Su realidad es puramente subjetiva, construida siempre de nuevo y sin más fines que serle útil al sujeto en cada momento.
La crítica de Hume no sólo apunta a la metafísica, sino a la misma ciencia, que basa la certeza de los enunciados en su verificación empírica (esto es, en el grado de repetición de lo previsto por ellos), sin reparar en que es la experiencia la que sostiene al razonamiento y no a la inversa. No es que los hechos confirmen una teoría, sino que la conforman efectivamente desde el momento en que son tomados como reglas para otros hechos, hechos cuya regularidad nadie (excepto la misma vacilante regla) nos asegura. El sustrato de la racionalidad es la irracionalidad, lo inarmónico, lo caótico. Todo lo que no sea un hecho perece en su propio discurso. Siendo el nudo hecho inaprehensible, la única escapatoria que la modernidad ofrece al hombre es la ataraxia y la resignación, trágica o irónica, ante la fatalidad de los acontecimientos.


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