LA RAE creo no acepta el concepto de bibliófago (algo así como "devorador de libros" o book eater en inglés), claro está que nadie come literalmente libros, sino que o bien los lee o los escribe. Al parecer a los académicos de la lengua les va más las filias que las fagias ¡Qué le vamos a hacer!.
Pero lo que sí es cierto es que hay quien se declara como tal un bibliófago congénito (yo soy una espécimen, aunque no congénita, todo sea dicho). Y metafóricamente hablando, que es como hay que tratar al susodicho vocablo, los bibliófagos somos gente que devoramos libros, sí, pero en términos de su contenido, el qué y cómo. Es coger uno, sentarte tranquilamente en el sofá y merendartelo en una sola tarde. Y mientras tanto disfrutas con él en las manos, con el olor que desprenden sus páginas, el sonido de estas al pasarlas ¡¡es hambre de libros!!. Sea como fuere, este artículo muestra muchas verdades en torno a la figura de un devorador de libros:
Bibliófagos
Tantos libros sin leer. Aún así quieres mantenerlos en el mismo lugar, como un trofeo. Ordenarlos en un escaparate particular, aunque de la mitad sólo hayas ojeado su índice, acaso sus primeras cincuenta páginas. Pero, confías, algún día retomarás su lectura y serás capaz de abrirte paso entre sus sintagmas y sus intenciones, terminar por fin Ulises, o Bella del Señor. O no. De todas formas seguirán ahí, junto a los clásicos que leíste en BUP y COU, lecturas de juventud que contribuyeron a determinar nuestra particular visión del mundo y que, al releerlos, nada tienen que ver con el recuerdo que conservábamos. Allí permanecerán con orgullo los poetas que te iluminaron gracias a su brevedad y su látigo, amenazados por el paso del tiempo que amarillea sus hojas, como las viejas antologías de Losada y Barcino. Existe una gran literatura sobre la relación que la gente establece con sus libros, cómo los elige, ordena, o se deshace de ellos sin remordimientos. También de cómo se entretiene buscándolos, y en ese trance descubre aquello que no buscaba, pero que acaba siendo providencial.
Por ejemplo, en su entretenido libro Bibliotecas llenas de fantasmas, Jean Bonnet cuenta que durante años tuvo que sacrificar su apetito bibliófago hasta que dispuso de una desahogada situación inmobiliaria. Los libros llegaron a tapizar las paredes de su baño, impidiendo que pudiera utilizar la ducha y obligándole a bañarse con la ventana abierta para evitar el vaho. Cuenta que la única pared que permanecía desnuda en su casa era la de la cabecera de la cama, debido al trauma que le produjo enterarse de que el compositor Charles-Valentin Alkan había muerto aplastado por su biblioteca. Bonnet también revisa las diferentes maneras que proponía George Perec para ordenar los libros: desde la ortodoxia alfabética, hasta la clasificación por continentes, formato o color. Hay propietarios obsesivos y meticulosos que tienen la energía necesaria para seleccionar, limpiar y expropiar títulos. Pero una gran mayoría disfruta apilándolos con la ilusión de dominar el dulce caos. Borges sostenía que el paraíso era una biblioteca, y el acontecimiento más importante de su vida, heredar la de su padre. Y Umberto Eco esgrimió la siguiente hipótesis: "Si Dios existiera, sería una biblioteca".
Precisamente Eco, junto a Jean-Claude Carrière, acaba de publicar Nadie acabará con los libros, un diálogo entre París y Monte Cerignone en el que los autores están dispuestos a demostrar que el papel coexistirá con el libro electrónico. Ambos ejercen de viejos resistentes que no cambian un e-book por un incunable, ni siquiera por una edición de bolsillo, porque, dice Eco: "No me permite leer en la bañera, ni tumbado de costado en la cama". De cuántas maneras distintas leerá la gente. Con sus manías, sus rutinas y sus poses. Y cómo llevarán sufridamente esa enfermedad, de cuyo nombre no quiero acordarme, que ataca a quienes desearían leer mucho más. Esos que a menudo se avergüenzan de la minúscula cantidad de libros devorados, pero que enseguida se autoexculpan con la socorrida falta de tiempo.
Autora del artículo: Joana BonetFuente: La Vanguardia