Como Proust con la magdalena, así pasé la primera noche en Sierra Leona escuchando el retumbar de la lluvia contra el tejado. Mi nana gallega. Al día siguiente me levanté sobre las 11 de la mañana. La casa se encontraba en plena actividad.
Casa de Kissy con uno de los nietos de Emelda / Moncho Satoló
Una de las aulas, la de los más pequeños, ocupa la primera habitación de la casa, junto al porche. Los críos jugaban con parte de los 200 globos de colores que Nuria había traído desde España. Las profesoras, siempre mujeres, pintaban sus nombres en los globos y ayudaban a inflarlos. Nuria entre ellas. Aun sabiendo lo mínimo de inglés, Nuria se entendía a la perfección. En una sociedad machista como la de Sierra Leona, la cercanía entre las mujeres es total. Ellas cocinan, lavan, cuidan de los niños (siempre numerosos) y trabajan. La labor más común es el de comerciantes, con puestos que van desde tiendas en pequeños cubículos, hasta puestos callejeros y la venta ambulante. Los hombres suelen trabajar en la construcción, vendiendo al igual que las mujeres todo tipo de productos o, quien dispone de un medio de transporte, de taxista. Salvo los coches 4×4, que pertenecen a gente adinerada, cualquier vehículo puede ser un taxi, repletos hasta los topes de gente.
En el terreno que rodea la casa existe una construcción de madera y techo de uralita que sirve temporalmente de clase para el resto de los alumnos del centro. Se trata de un laberinto, mejor dicho un tetris, donde todas las aulas parecen encajarse entre ellas tratando de aprovechar el espacio del mejor modo. Seis aulas con seis niveles diferentes y nada que las separe. Niños desde los 6 hasta los 12 años. Mientras los primeros aprenden el abecedario, los últimos la fotosíntesis.
Emelda y sus nietos / Moncho Satoló
Resulta revelador fijarse en estos niños y tratar de conocer su realidad. Como señalaba Emelda (la recuerdan, la mujer que dirige esto y que, desde la mañana temprano, toda actividad, realiza desde labores administrativas, acompañada de su hermano Andriu, un anciano de 73 años del que hablaré más adelante, hasta cocinar para toda su prole, un total de 6 nietos): “Son los padres más jóvenes los que se preocupan realmente de traer a sus hijos a la escuela. Sin embargo, los mayores, anteponen muchas veces que los niños trabajen a los estudios, para ayudar en la economía del hogar”.
Infacia de adultos / Moncho Satoló
Y después se encuentra su asombrosa disciplina. Aunque estudien, el resto del tiempo ayudan en las tareas del hogar (esto los más afortunados, los otros deben trabajar en la venta ambulante, la construcción o en un taller, como uno de nuestros pequeños vecinos). Por ejemplo, en el recinto de la casa, hay un surtidor que abastece de agua potable a todo el vecindario. El goteo de niños con grandes depósitos amarillos es constante. O, sin ir más lejos, fijémonos en los nietos de Emelda que viven con nosotros. Una niña de un año y medio, otras dos de tres años, uno de cuatro y dos varones más de siete. Los tres mayores se ocupan desde la mañana temprano de lustrar los zapatos, fregar la loza o lavar los pañales de la pequeña. Mi favorito es Abraham, de siete años. Parece mucho mayor que lo que su edad indica. A falta de su madre, que por lo que he entendido se ha fugado a la ciudad, él cuida de sus hermanos y realiza todo tipo de recados. Es muy inteligente y, como dice Nuria: “Es con el que mejor me entiendo. Cuando no sé una palabra, me la explica del modo más sencillo y con gestos, para que comprenda”. Otra es Amanda, de tres años. En estos momentos escribo con ella en brazos. Nos llama mamá y papá a Nuria y a mí y, cuando nos ve, se agarra a alguna de nuestras piernas para que la cojamos. Siempre se está riendo. A su padre, Edmond, parece no importarle este cambio de papeles. La madre es la que escapó a la ciudad porque, según Edmond, “se aburría en el campo”.
Imagen africana y su infancia trabajadora / Moncho Satoló
KISSY
Un antiguo poblado absorbido por la ciudad que, en mi opinión, no tiene nada de campo. Consta de dos carreteras que discurren de forma paralela. Una es la principal, de doble carril en ambas direcciones (aunque a veces sin motivo aparente se rompe la lógica y los coches comienzan a circular en cualquier sentido) y otra más pequeña y salpicada de baches. A los lados de ambas carreteras, casas de planta baja, más o menos logradas, repletas de tiendas o bares. Abundan las de madera y uralita, auténticos invernaderos. La actividad es frenética. La gente vive en la calle.
Nuestro primer cyber en Kissy, el actual es un poco más rápido / Moncho Satoló
No muy lejos, a unos pocos kilómetros, se encuentra Freetown. Acudí por primera vez en mi segundo día en el país. Edmond me había conseguido una entrevista con el Ministro de Defensa y con el Jefe de Comunicación de la policía. Nunca había visto nada igual. Llegamos en una moto-taxi como las que tanto había utilizado en la R.D. Congo. Sin reglas, comenzaron a sortear un tráfico congestionado. Al llegar al centro, la circulación se hizo imposible y tuvimos que caminar. El peatón había tomado el mando. Cientos de personas ocupaban la carretera y las aceras. Los coches, como podían, trataban de avanzar. Los puestos de venta formaban una línea continua al borde de las aceras por toda la ciudad. Gente ofreciéndote cambiar dinero, cacahuetes naturales sin tostar, coco, gafas de sol, galletas. Todo. Siempre en movimiento. Poca gente parada. Los edificios son, por un lado, de un estilo colonial decadente, una Habana mucho más gastada y menos colorida, hasta casas de madera que, según me han comentado, se parecen a las del sur de Estados Unidos, aunque “sin su belleza”.
Paisaje de Sierra Leona / Moncho Satoló
Ascendiendo una colina, llegamos a la zona de clase alta, donde se acumulaban los edificios gubernamentales. El Ministerio de Justicia, un edificio recargado, pintado de blanco y repleto de dorados en los bordes. El Ministerio de Defensa, un bloque sobrio, de estilo comunista. Entrar fue sencillo. Sirvieron unas palabras de cordialidad en la entrada y decir que teníamos una cita con el Ministro para superarlo sin problemas. En un nuevo control aparecían en una lista nuestros nombres, nadie nos solicitó la documentación ni registró. Ascendimos tres plantas y, al final del pasillo a mano izquierda, un nuevo control nos indicó que esperásemos en una pequeña salita con Sky News en el televisor. La espera no duró mucho. Pasamos. Antes nos obligaron a dejar la cámara de fotos y los móviles. Era un despacho recargado, repleto de marcos en la pared con diferentes títulos y homenajes. Una gran mesa de despacho al frente y, presidiéndola, el Sr. Ministro Paolo Conte. Un hombre fuerte, apuesto, con unos finos anteojos y vestido con camisa blanca de calidad. Lo que narró, como más tarde haría el portavoz de la policía Ibrahim Samura en un destartalado edificio, carecía de importancia: este país es uno de los más seguros del mundo, las minas de diamantes las explota y controla en su totalidad el propio país y la población ha superado con gran éxito los traumas de la guerra, todo el país se encuentra fuertemente unido. Lo de siempre…