Revista Cultura y Ocio

El día de la boda (I) – Relatos centroamericanos

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

El día de la boda (I) – Relatos centroamericanos

Para todos aquellos que me habéis dicho que os gustan los relatos centroamericanos que escribo, esta semana dejaré para vosotros uno titulado El día de la boda; constará de dos partes. Os dejo con la primera:

El día que Lino Torres se casó con Matilde Cruz, la Tortolita, amaneció con un nublado espeso y amenazador cargado de malos presagios, en especial tratándose de uno de los veranos más secos que se recordaban. Mientras los concurrentes esperaban a la novia frente a la iglesia del Calvario, rompió a llover con tanta fuerza e inquina que todos se dispersaron buscando resguardo debajo de los aleros más salientes, en los soportales de la gobernación, bajo la enorme ceiba del parque o dentro de la iglesia. Sólo Lino permaneció haciendo guardia al pie de la escalinata de entrada al templo hasta que Matilde bajó de la cabina de la troca alquilada para la ocasión y en cuya caja venían, empapadas y mustias, las damas de honor. Subieron del brazo los novios, casi a la carrera, con tan mala fortuna que Lino resbaló y se cayó, por primera vez en aquel día, manchándose el traje gris perla que se había mandado hacer en la sastrería de los Tirado y que el mismo don René le había entregado aquella mañana, pulcro y bien planchado, colgado en una percha ancha de madera y protegido por un plástico transparente.

Durante la ceremonia el aguacero continuó sin dar tregua, provocando tal estrépito al caer sobre el techo de lámina de la iglesia que el párroco debió gritar a voz en cuello para hacerse oír siquiera de los novios y, si acaso, de los padrinos, que estaban también cerca, y ayudarse de gestos y ademanes para señalar el tránsito por las distintas fases del sacramento. Y a medida que avanzaba la misa había que unir al chapaleteo del tejado el creciente rumor de unos feligreses que, amparados por aquel ruido, se animaban a platicar con el conocido de delante o con el pariente de al lado requiriendo noticias de familiares lejanos, de la futura cosecha o del partido del sábado.

Finalizada la boda, firmados que fueron los libros y actas pertinentes, la salida de la iglesia se pareció más a una confusa y repentina diáspora que al elegante cortejo que habitualmente suele, porque fue en aquel momento precisamente cuando más arreció la lluvia, tanto que hacía borrosos los contornos de las casas de la plaza, las calles, los cerros de alrededor y hasta la misma mole de la iglesia del Calvario. Y hubo coincidencia general en lo funesto de una boda tan pasada por agua en medio de la canícula, que auguraba, según el decir de las más crédulas, llantos interminables a la esposa y desgracias sin cuento a la pareja.

Lino, el novio, era un hombre bajo, sarmentoso y de piel renegrida como pluma de pijullo. Hijo ilégitimo, había crecido acogido en la casa de su abuelo, don Bartolo Laínez, que le hizo pagar caro el desliz de la madre obligándolo a realizar, desde muy pequeño, pesadas e ingratas tareas que le endurecieron el cuerpo y le forjaron el espíritu. Se había recibido recientemente de bachiller en el Instituto Tecnológico, estudios que se costeó él mismo trabajando por las tardes como recadero en la farmacia de don Sigifredo González. Pero con todo y lo que le costó el estudio no era este el principal mérito de Lino, sino la fama de que gozaba en Santa Bárbara por ser el delantero centro del Santeño. El equipo de la ciudad estaba patrocinado por la Asociación de Amigos del Deporte, entidad que contaba con numerosos afiliados pero escasos recursos, y para obtenerlos debía organizar actividades varias como la rifa, con motivo del último quince de septiembre, día de la independencia, de un toro viejo, bueno para nada, que donó el alcalde y que acabó convertido en chuletas tan duras y correosas que aún andan los perros arrastrándolas por aceras y estercoleros. La última temporada llegaron a estar muy bien situados en la liga de ascenso, con posibilidades de alcanzar la liga mayor, y la cancha del Moidán se llenaba como nunca antes lo hiciera. Cada partido era una fiesta. Los aficionados que abarrotaban el campo venían desde todos los cantones del municipio en microbuses, trocas y camiones que se tenían tomadas las calles del pueblo. En las afueras del campo, puestos de todos los tipos ofrecían comidas y refrescos. La entrada había subido casi al doble de su precio habitual sin que levantara excesivas protestas de los aficionados, todo fuera por la ilusión de ver a su equipo en la máxima categoría. Pero al final, toda la pólvora se fue en salvas y el Santeño quedó a un gol del objetivo, circunstancia que no obstó para que los jugadores fueran ensalzados a la categoría de personas meritísimas de la localidad. El póster a doble página del Santeño, que habían sacado algunos diarios, y las fotos de sus jugadores adornaban las paredes de muchos hogares, y pocos niños habría que no se conocieran de carrerilla el equipo titular, uno de cuyos jugadores más queridos, si no el que más, era Lino Torres porque, además de su naturaleza humilde, reacia a la soberbia que da la fama, y su carácter simpático y jovial que tanto gustaba a la gente, con sus jugadas de habilidad en el área rival y sus goles de astucia mantuvo durante muchas jornadas al equipo firme en la lucha por el ascenso. Sus tantos eran coreados por la afición y engrandecidos posteriormente en cantinas, corrillos y chiviaderos. Los hombres lo detenían por la calle para estrecharle la mano y darle ánimos para el próximo partido, los jovencitos hacían ruedo a su alrededor para escuchar de sus labios la narración de alguna jugada y tratar de desentrañar el secreto de su regate y no había muchacha que no quisiera bailar con él en las numerosas fiestas que se organizaban en el pueblo.


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