Para los adolescentes que se besan tras la fiesta de la primavera en cualquier parque, para los niños que juegan a pintarse la cara de colores, para los perros que ladran por los balcones su soledad, para los mayores que ejercitan su memoria en la rivera del río, para los coches que escupen por sus tubos de escape la ansiedad del atasco, para las nubes, para el sol, para el fuego, el hielo, el mercurio y la nada, para el que le sonríe en el semáforo mientras le ofrece unos pañuelos de papel, para el vecino del cuarto, el pescadero, San Pancracio y el guardia de la esquina, para los ojos en busca de un color, para la canción en busca de compositor, para la película que nunca se filmó, para Obama, Zapatero y Durán Lleida, para Cristiano, Messi y Belén Esteban, hasta para Muñoz Escassi, para mí, para usted, hay un poema escrito en el libro de los inéditos. Un poema que tal vez tomó cuerpo en el gimnasio de la imprenta o que aún sigue pululando en el siempre misterioso e inabarcable universo de los poetas. No sé si fue antes la poesía o la primavera, o que tal vez sean la misma cosa, con cuerpos diferentes. Cuerpos de olores, colores y temperatura y cuerpos de palabras, papel y emociones. El día de la poesía mundial, que sólo hace una semana celebramos, encontré al poeta pluriempleado a la caza de un verso de rima libre. Paseaba yo por una callejuela, tal vez fuera por San Lorenzo o por la Judería o a las espaldas de San Pedro, no importa la geografía, importa el dato, el encuentro. Me encontré al poeta con la vista cansada y los dedos amarillos, falto de palabras, aburrido de silencio, con una mochila colgada del hombro. Entre palabra y palabra, palabras que no llegaban, el poeta extraía de su mochila las octavillas publicitarias de una pizzería con precios de saldo y pizzas de cartón que colocaba bajo los limpiaparabrisas de los automóviles con los que se topaba en su camino. Y las palabras sin llegar.
El día de la poesía mundial pasará a los anales de la historia por el regreso de la luz, como nos vaticinó en su anuncio ese emporio comercial que nos anuncia cada año la llegada de las estaciones. Aún así, el poeta pluriempleado, repartidor de octavillas los fines de semana y fiestas de guardar, guardajurado del garaje mil veces asaltado de una comunidad de vecinos de lunes a viernes, acrobático intérprete de signos en congresos y demás, seguía sin trasladar al papel la llegada de la primavera, como si la primavera no hubiera llegado a él, como si no fuera como usted y como yo. El poeta quiso ver en el silencio blanco de su incapacidad la tragedia presentida con anterioridad, la sequía de ese caudal que durante años fluyó por su interior, y que con el paso del tiempo se fue transformando en río, riachuelo, arroyo, charco, gotas, nada. Conocía de otros casos el poeta, poetas amigos y compañeros, algunos funcionarios de la poesía, incluso, oposición aprobada tras duros años en la academia poética de la rima y la libertad. Puede pasarle a cualquiera, se repetía cada mañana el poeta, después de comprobar amargamente que la sequía creativa permanecía, que las palabras permanecían en su guarida.
El día de la poesía mundial avanzaba en sus horas, era cada menos día, más pasado, alimentaba el recuerdo, cuando el poeta pluriempleado creyó intuir que dos palabras, puede que un verso, se le instalaban en el alma. Quiso convertirlas en tinta, pero la tinta no llegó al manchar el blanco del papel. Y desapareció el sol, la luz, y el día se llenó de noche con su luna en lo más alto. El poeta tomó asiento en el banco de un parque, tal vez fuera Colón, los Patos o la Magdalena, no lo recuerdo –qué importa la geografía-, comprobó las octavillas que le quedaban en la mochila y, finalmente, abrió su libreta y rodeó el bolígrafo con sus dedos. No estaba dispuesto a que el día de la poesía mundial concluyera sin regalarle un poema, aunque fuera un poema breve e insustancial, esos poemas que se venden en las rebajas de la poesía y que se compran a precios de saldo. Pensó el poeta en las mujeres que había amado, en su infancia, en los primeros amigos, en sus padres, en esa película que le consiguió arrancar las lágrimas, en aquella bicicleta que le robaron. Buscó el poeta en la despensa de su intimidad y se topó de bruces con un puzzle que el tiempo había desordenado. Cerró los ojos, agarró el bolígrafo y comenzó a escribir sobre un papel imaginario. Unos minutos después, varios versos imaginados, escuchó las carcajadas de unos muchachos que lo contemplaban desde la distancia. Lo logró en el último minuto el poeta pluriempleado: apareció la poesía.
El Día de Córdoba