Llevaba tres días con problemas para dormir. Los meses anteriores habían resultado estresantes, aunque sin llegar a alterarme el sueño. Sin embargo, llegados a este punto, a tan sólo unas horas de la esperada boda, me encontraba totalmente atacado. Daba vueltas en la cama sin cesar deseoso de que pasara el tiempo lo más rápido posible. Muy a mi pesar, el reloj parecía haberse puesto en mi contra y las manecillas ralentizaban su ritmo, o al menos a mí así me lo parecía.
Cuando la luz cegadora de los primeros rayos de sol me despertó, sonreí al recordar que había llegado el momento. Al fin había conseguido dormir un poco, no sabía cuanto, pero esperaba que fuese lo suficiente para que no se reflejara en mi cara la mala noche pasada.
Me levanté para encaminarme al cuarto de baño y me alegre al comprobar en el espejo que no tenía ojeras: esta no hubiese sido la mejor forma de reflejar la felicidad que sentía. Me costó mucho convencerla de que se casara conmigo, en realidad, creo que lo que la detenía eran sus padres: durante casi un año les había ocultado nuestra relación por miedo a que no lo entendieran, todo esto debido a la diferencia de edad existente. A mí ocho años no me parece que sea para tanto, lo agravaba que ella era muy joven, apenas diecinueve, pero me habían ofrecido un trabajo en Sevilla y quería que se viniera conmigo. Conociéndola, la única salida era casarnos, por lo que después de mucho hablarlo me planté en su casa para pedir formalmente su mano.
No podía presentarme como su profesor de economía, así que decidimos dejar ese pequeño dato para más adelante, aunque si llego a saber la ilusión que le hizo a mi suegra saber a qué me dedicaba, se lo hubiese soltado al instante.
Mientras me duchaba, no pude borrar la sonrisa de mi cara: yo no era tan conservador. De haber sido por mí, llevaríamos meses viviendo juntos, pero ahora ya sólo quedaban unas horas para que fuese mi mujer.
Al salir a la calle, la encontré extrañamente vacía. Lo atribuí a que la gente los domingos se levanta más tarde. Traté de arrancar el coche en varias ocasiones, hasta que pasados unos minutos me di por vencido. Abrí el capó para echar un vistazo, aunque no tardé en desistir: siempre fui un negado para los temas mecánicos. Saqué el teléfono móvil para pedir un taxi y casualmente me había quedado sin batería. ¡Menuda mierda! Todo empezaba a resultarme extraño.
Bajé del vehículo, me lié a patadas contra uno de los neumáticos, hasta que me hice daño en un pie, entonces, solté mil improperios.
Respiré hondo buscando un poco de calma, luego vi una cabina en la acera de enfrente y me encaminé hacia allí. Al sacar la cartera pude comprobar que sólo contenía billetes, ni una mísera moneda que meter en la ranura. Una risa nerviosa me asaltó de repente, parecía que el mundo entero se había confabulado para que llegara tarde.
Decidí no perder más tiempo, salir corriendo sin antes pararme a pensar que era una locura. Al menos diez kilómetros me separaban de la iglesia donde ella aguardaba: supongo que confiaba en encontrar algún tipo de ayuda, un bar abierto, un transeúnte…, aunque a esas alturas tenía motivos suficientes para no esperar nada.
La camisa se me había pegado al cuerpo por el sudor. Con la corbata, la cual me había quitado hacía ya bastante, me secaba la frente sin importarme otra cosa que no fuera intentar llegar a mi destino: el aspecto ya me era totalmente indiferente.
Paré a descansar junto a una fuente que encontré en mi camino y hundí la cabeza en el agua para refrescarme. No lo iba a conseguir, se marcharía harta de esperarme, ese era mi temor.
Al doblar la última esquina escuché la algarabía de la gente, aunque no entendí el motivo hasta que me acerqué más. Una pareja reía feliz bajo los puñados de arroz que le eran lanzados. Me fui aproximando sin comprender del todo. Eran nuestros invitados, el tumulto me impedía ver a los novios con claridad, pero sin duda conocía a la mayoría de la gente.
Nadie parecía percatarse de mi presencia, así que me introduje en el grupo. Cuando vi su cara pensé que iba a desmayarme: se había casado con otro. Lo miraba, le sonreía y él le correspondía. Retrocedí confundido. Las risas se clavaban en mi cabeza, cada vez más fuertes. Todo empezó a dar vueltas a mí alrededor, hasta que escuché su dulce voz llamándome.
– ¡Nicolás! ¡Nico! ¿Qué te pasa?
Estaba asustada, así me lo decían sus ojos, y yo seguía sudando.
– Clara, cásate conmigo. – Sonrió y luego se acercó para besarme.
– Cariño, ya estamos casados, hace veintiocho años.
La miré detenidamente, entonces me di cuenta de que, aunque seguía tan guapa como siempre, era verdad lo que me decía. El tiempo había pasado, ya no era aquella niña de la que me enamoré, era una mujer madura, pero preciosa y seguía a mi lado.
La abracé mientras sentía cómo se me escapaban las lágrimas.
– ¡Ey! Tranquilo: sólo ha sido una pesadilla.