Aquellos eran tiempos convulsos, ¿cuándo no lo fueron?. Tal vez nunca, pero la dificultad de vivir en esos días, era sin duda alguna la experiencia que nos transformó en almas atormentadas condenadas a vagar por el sendero de la vida adulta. Demasiado existencialista para un chaval de once años, pero el taladro constante al que fui sometido por mis hermanas con Aquellos maravillosos años hicieron que pensara demasiado en el devenir de los días.
En agosto de 1997 se estrenó en España El mundo perdido, segunda parte de Parque Jurásico y que cuatro años atrás ya había llenado la casa de todos los niños del barrio de multitud de dinosaurios, ya fuera en forma de coleccionable con gafas 3D o con juguetes de gomas con el sello y garantía de ser auténticos, nada de esas cosas toscas y feas del Todo a Cien de la placita.
Allí estábamos de nuevo, por tercera vez los dinosaurios poblaban la tierra y el nombre de Steven Spielberg ya eran un común entre las voces de algún extra motivado fan del director del que, con toda seguridad, La lista de Schindler nos parecía medio porno porque era en blanco y negro y salían cosas de mayores, un eufemismo para soliviantar el significado desconocido de la palabra Holocausto.
Los días de colegio iban quedando atrás y ese lugar -que años más tarde se convertiría en noticia por ser una recreación demasiado real de Kramer contra Kramer de barrio, con puñaladas y policía de por medio – se transformó en el ring de batalla de retos absurdos, para hacer frente a los años de instituto que todavía estaban por llegar.
“Cuando la veas, me dirás si es un héroe o no”.
La misión era clara, ver las aventuras del Doctor Ian Malcolm y esclarecer si el personaje de Richard Schiff era un santo o un cobarde. Con once años la capacidad para juzgar ya estaba ahí.
El mundo perdido fue la primera película que vi en sesión golfa, un apodo que en mi cabeza sonaba a perversión y a gente dándole a la vena en la Sala X del centro de la ciudad, cuando en realidad consistía en ir al cine a las doce de la noche y hacer exactamente lo mismo que a cualquier otra hora. Por lo que mi primera experiencia con la sordidez se resumen con un: decepcionante.
Las malas noticias no acaban ahí y es que el por aquel entonces novio de mi hermana nos acompañó de manera ‘casual’, tuvo a bien decir ‘¿y te gustó la primera parte?’ justo antes de apagarse las luces de la sala, por lo que a la decepción de los acontecimientos de lo que era una sesión golfa, había que añadir la incertidumbre de si entendería algo de lo que estaba por ver. Perfecto.
Velocirraptores en la selva, un Tiranosaurio en la ciudad, Julianne Moore con el carnet de biblioteca, gente muy lista siendo muy mala y una chica ejecutando una rutina de gimnasia de barras para ganarse la aceptación y cariño de su padre – aunque la pregunta que me rondaba la cabeza era cómo era posible tener una hija de color si el padre es blanco – a la vez que salva la vida de todos.
Sin dudarlo y mientras salía de aquella sala a altas horas de la madrugada -creyéndome que aquello era lo que hacían los adultos y que yo ya era uno de ellos- comprendí que El mundo perdido era la mejor de las segundas partes posibles, sin haber visto la primera, y que la necesidad de alargar al máximo una historia era un deber que había que cumplir para los fans como yo. Porque ahora quería ser paleontólogo. Desde siempre, abogando por profesiones con futuro y un ingreso fijo y cuantioso al mes.
La vuelta al mundo creado por Michael Crichton, significó comprender dos cosas: todo es posible con un ordenador y Eddie Carr se sacrificó por nuestros pecados.
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