En 1997 las nociones sobre el baloncesto eran básicas: no gritar gol cuando se metía una canasta, no gritar canasta cada vez que se metía una canasta y no doblarse un dedo. Con esa triada de reglas para sobrevivir en cualquier cancha, me convertí en un amante del basket – porque así, dicho en inglés, te daba un toque mucho más trendy– era tan alto el afán por el deporte que siempre convencía a todos para abandonar la pista de fútbol para ir a la de baloncesto – que era el mismo sitio, pero las líneas del campo cambiaban de color- para hacer un mate con un balón roído de fútbol. Mate que nunca jamás llegaría, pero que a cada intento te acercaba más a la lesión de ligamento cruzado que tanto ansiabas.
Cuando ya se iba acabando los noventa, que el único jugador del que sabíamos con seguridad los nombres y apellidos, estrenase una película acompañado del Pato Lucas y Bugs Bunny, nos empujó sobremanera a ver aquel Space Jam que no teníamos ni idea de qué significaba en español.
Michael Jordan será siempre un mito y como mito, era imposible no conocerlo. Aunque no hubieses visto un partido de baloncesto en tu vida – lo cuál era hasta probable – el acercamiento a la figura llegó con una serie de dibujos dónde era una especie de superhéroe que formaba equipo con un jugador de hockey y otro de fútbol americano, dos deportes bastante arraigados en el sur de España.
Allí que entrábamos en el cine, una vez más con la película empezada y lanzados a un drama emocional en los primeros minutos en el que un Michael Jordan niño le hace promesas a su padre, indicando a todos que la muerte rondaba cerca.
No me enteraba de nada, en aquellos años estaba lejos de la información y ni sabía que Michael Jordan se retiró, que mucho menos se fue a jugar béisbol y, sobre todo, que jugase al golf con Bill Murray, quizás esto último fuese una licencia poética para dar peso a la trama y así alcanzar el Óscar al mejor biopic del año.
Aquello era un maravilloso caos, una reunión de trompazos, chistes, situaciones dramáticas, cámaras lentas y conversaciones sobre el reglamento de béisbol que te animaban a que te dejase de gustar un deporte por lo complejo de su juego. Todo eso sin mencionar a Lola Bunny.
Al abandonar la sala de cine, mientras mi madre intentaba que mi integridad física no se viera afectada, esquivaba yonkis y gorrillas del centro con magistrales movimientos de pies y fintas imposibles, esperando recibir ese balón que nos hiciese ganar el partido a falta de dos segundos para que llegase el final del encuentro.
Space Jam se transformó en la película que necesitábamos para acercarnos al baloncesto y al rap en aquellos años en los que era más fácil contagiarse el tétanos que coger un libro.
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