Revista Cultura y Ocio
"Empecé a escribir prácticamente en un rollo de papel higiénico. No tenía cuartillas, no tenía pluma; entonces decidí utilizar el lápiz y el papel de retrete. Estaba en una sala quinta de uno de los hoteles en los que me recluyó el Gobierno."
Marcial Lafuente Estefanía
Esta semana hemos celebrado el Día del Padre. Así, con mayúsculas, cada uno en su casa y, si no lo teníamos cerca, lo hemos recordado incluso un poquito más que otros días del año. Y si se trata de recordar, ya que no me he decidido a sugerir títulos para regalar en esa fecha, podemos recordar las lecturas que acompañaron a nuestros padres cuando éramos niños.
Supongo que ahora es cuando todos esperáis que os hable de un señor con gafas sentado en un sillón de orejas y leyéndome cuentos que luego me prestó para que aprendiera a leer con él y como eso hizo nacer en mi la pasión por la letra impresa. Bien, pues no es así como ocurrió.
En mi casa no abundaban los libros salvo las típicas minicolecciones que se regalaban encuadernadas en piel y que decoraban bastante en un estante de la sala de estar. Y mi padre... bueno, no sé si alguna vez se animó a leerlas, pero puedo decir sin faltar a la verdad, que yo no lo recuerdo leyendo uno de esos libros.
Mi padre leía novelas. Sobre todo las que escribió un autor español, hijo de un escritor, que, incluso en la cárcel buscó la forma de escribir. No sólo eso, sino que además fue uno de los impulsores de la novela del oeste y, tanto éxito tuvo, que dio lugar a un fenómeno que se extendió a lo largo y ancho del país. Uno compraba una novela y, una vez leída, volvía con ella al quiosco donde la cambiaba por otra o la dejaba para comprar otro título suyo por un importe menor. Y así me quedó a mi el recuerdo, de bien pequeña, de ir con mi padre a intercambiar unos curiosos libritos que lo acompañaban en el bolsillo cuando me llevaba al parque. Libritos que tiempo después leería con suma curiosidad, no en vano los domingos habían sido durante mucho tiempo el día en que veía a mi padre participar de una cadena como aquel que cambia cromos: este lo he leído, este también, este no...
Héroes con buena planta que daban un golpe y repetían antes que el malo pudiera tocar el suelo, con una puntería que desafiaba las leyes de la gravedad y de la lógica si uno se paraba a pensar. Novelas en las que cuidó la ambientación, usando sus propios viajes por Estados Unidos, pero que iban pobladas de diálogos buscando la simple diversión de los lectores. Libros, western de tinta, cuyas cifras marearían al autor con más ventas hoy en día y que se han comenzado a reeditar.
Tal vez no sea el ambiente más erudito del mundo, ni la imagen que quedaría bien plasmar en una entrada como esta (sigue faltando el caballero sentado en el sofá, leyendo cuentos o clásicos), pero es el mío. Bien, pues os diré que no sólo me gustaba ir con mi padre a cambiar esas novelas, sino que uno de los mejores momentos que me vienen a la cabeza al escribir estas líneas, es de los domingos por la tarde; cuando mi padre y yo nos sentábamos a leer cada uno nuestro titulito y nos mirábamos al terminar en una improvisada carrera para ver quien era el primero. Y me daba prisa, porque me hacía ilusión ser la primera persona con la que mi padre intercambiase la novela que tenía entre manos.
Porque no lo he dicho, pero lo que mi padre leyó durante muchos años, eran novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Y hoy es el día, que cuando me cruzo con alguna en un quiosco, me sigo sonriendo y pensando si esas que están delante de mi, serán de las que ya he leído o de las que no.
Y vosotros, ¿hay algún libro que asociéis a vuestro padre?
Gracias