¿Recordáis aquellas escenas típicas de los dibujos animados donde el protagonista tiene que tomar alguna decisión y de pronto aparecen un angel y un demonio en cada uno de sus hombros, poniéndose a discutir y volviéndolo loco? Pues así pasé yo los últimos días de mi ciclo.
Por un lado, estaban los síntomas que notaba y cierta intuición de que había algo que no era normal. Una mitad de mí estaba convencida de que estaba embarazada. Por otra parte, había leído aquí y allá taaaantas experiencias de buscar embarazo durante meses e incluso años, de ver cada mes clarísimos todos los síntomas y que al final no fuera nada… Total, que tenía una lucha interna enorme entre la parte de mí que lo veía claro y la que no quería hacerse ilusiones y luego llevarse un palo.
Así llegó el día 28 del ciclo. Tras años con reglas cada 28 días a causa de los anticonceptivos, mi única experiencia había sido el ciclo anterior, que había durado 29 días. El día 28 la temperatura basal seguía alta, lo que parecía indicar que el 29 no me bajaría la regla. A mi lado incrédulo le pareció normal: a lo mejor tenía un ciclo de 30 o 31 días, las mujeres no somos relojes. El día 29 del ciclo la temperatura subió dos décimas. Eso parecía significar que el día 30 tampoco bajaría la regla, pero podía bajar el 31.
Y entonces llegó el día 30 del ciclo. Aunque era sábado, me desperté a las 6 de la mañana: era ya la segunda noche que daba vueltas y vueltas en la cama y me despertaba temprano. Estaba más nerviosa de lo que quería admitir. Me tomé la temperatura y ahí seguía, alta, desafiante.
Aquel día iba a venir una pareja amiga con sus hijos a pasar el fin de semana en nuestra casa para trabajar en un proyecto que tenemos en común. Sabía que si me hacía el test quería hacerlo con intimidad, quería poder hablar el resultado, fuera cual fuera, abiertamente con mi marido, así que lo más sensato era esperar al lunes por la mañana. Pero el lunes a mí me parecía lejísimos y esa tensión me estaba matando. Así que elegí la segunda mejor opción: hacerlo entonces. Nuestros amigos no llegarían hasta las 12.
El único problema era que mi marido estaba durmiendo, y yo quería compartirlo con él. Me quedé leyendo en la cama, esperando un poco. Al principio bien, porque al tomar la decisión de hacerme el test me había quedado muy tranquila. Pero las ganas de ir al baño iban en aumento, y mi marido seguía tranquilamente dormido. Finalmente, a las ocho y pico no pude más. Como me sentía culpable por no avisarle en tan trascendental momento, le hablé suavemente:
—Mi vida, que voy a hacerme un test de embarazo.
—¿Qué?—respondió dormido—. ¿Estás bien?
—Sí, pero todo sigue igual y yo ya no aguanto más.
Leí las instrucciones del test, fui a por un vasito de plástico mientras mi marido iba a por un café, aún con los ojos pegados, y yo hice lo que tenía que hacer en el baño de abajo. Luego tres minutos mirando el palito, aguantando los nervios… Salió una raya tenue. ¿Qué diablos significaba eso? Yo quería una raya oscurísima o nada.
Fui a contárselo a mi marido y, mirando las instrucciones, averiguamos que si había raya, fuera del color que fuera, era positivo. Eso sí, los fabricantes del test recomendaban repetirlo pasadas 48 horas. Empezamos a hablar, pero la verdad es que a los dos nos costaba hacernos a la idea. ¡Había sido tan rápido!
Decidimos que de momento no íbamos a contarlo a nuestros amigos, y nos pusimos a organizar el fin de semana. En el fondo fue muy emocionante compartir impresiones de forma furtiva cuando coincidíamos solos un minuto en la cocina. Estábamos tan liados que no tuvimos tiempo de obsesionarnos, pero sí de hacernos a la idea por separado y disfrutar durante nuestros momentitos juntos de aquella noticia que era un secreto solo nuestro. De vez en cuando, nos acercábamos a volver a mirar nuestro objeto más preciado: una tira de papel con dos rayitas.
(Fecha real de esta entrada: 16 de febrero de 2014)
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