Georgia O'keeffe
Pasada la tormenta, el mundo se silenció y llegó la calma, una calma siniestra que la luna de agosto iluminó reflejándose en la tumba de las aguas. Las primeras luces del alba empezaron a dibujar formas en la penumbra. Súbitamente, aparecía algo o alguien conocido que encogía el corazón de los vivos, para ser rápidamente engullido y arrastrado. Fatigados y exhaustos, atenazados por el rugir de la hecatombe y con los gritos que les perseguirían de por vida, rompieron las sombras y en silencio afrontaron los escombros, sin más medios que la fuerza de voluntad de que está dotada la naturaleza humana para sobrevivir. Entre los troncos, los derrumbes y el lodo, se encontraban con la cara de la amargura, la desesperación y la muerte. El arroyo se resistía a volver a su cauce, seguía recibiendo a su paso riachuelos que rodaban de forma tortuosa por las calles empinadas. Ese estrepitoso ruido del agua, producto de su furia tremebunda, era lo único que se oía en aquel valle: los pájaros dejaron de trinar en los árboles, las palomas de arrullarse y se silenciaron las esquilas de los rebaños de ovejas. El silencio se convirtió en sombras de esperanzas perdidas e ilusiones muertas. Entumecidos por la humedad y el frío de la noche, los miembros que quedaban de la familia fueron bajando del tejado para encontrarse con la ciénaga en la que se había convertido la parte baja de su casa. Con la luz pálida del amanecer todo ofrecía un aspecto siniestro. Las goteras chorreaban y se filtraban por doquier. En la bodega, el excelente vino se había echado a perder y en la despensa, los alimentos almacenados flotaban entre cadáveres de ratas y cucarachas. Los olores eran nauseabundos. En las cuadras, el recio alazán del abuelo los miraba con la boca abierta del último relincho que lo ahorcó con su propia correa y en los corrales: gallinas, patos, conejos y cerdos bailaban en el agua de manera grotesca. Lentamente el sol fue acercándose a aquel pueblo abandonado a su suerte, para mostrar que no había aves en el corral, ni cerdos gruñendo en la porquería, ni trigo en las eras. Los niños lloraban en silencio, seguía el calendario para las mujeres preñadas y todos supieron lo que era la necesidad y el hambre.