El día después del fin del mundo
Por Carlos Zamora*
Tal y como pronosticaron, amanecimos sin servicio de gas. Pero a mi hija no le importa porque es la fiesta por el Día del Educador y está eufórica con su bolsa de regalos. Apenas desayuna porque sabe. La víspera nos aseguraron que estaba listo el cake y hay suficientes golosinas reunidas para colmar los apetitos.
La escuela es una gran pista de entusiasmo. Entre pañoletas y disfraces se cantan himnos a la alegría en todos los ritmos y lenguas. De pronto descienden las temperaturas. Recordé que en Siria la muerte sigue silbando su melodía maldita y que en los noticieros hablaron de una escuela en Norteamérica donde murieron dos decenas de niños. Todo se nubla, pero los pioneros corean canciones pegajosas y los padres les acompañamos mirando el reloj: llegaremos tarde al trabajo. Mas nos disculparán, porque es el fin del mundo o porque casi se acaba el año.
Para una estampa sobre La Habana una maestra pide mis espejuelos. Un niño imitará a Eusebio Leal, el Historiador de la Ciudad y los necesita. No puedo negarme. Así que mis ojos miopes disfrutan de los aplausos y siento la mano de mi hija que me protege de esa minusvalía momentánea, mientras salta para ver a sus condiscípulos, que recrean a pregoneros, turistas y personajes célebres. Hasta el Caballero de París, un poco más pequeño, pasea su silueta.
Alguien habla de abrigos. Recordé mensajes recientes del invierno, que me llegan de Madrid y Luxemburgo, y una esquela de Miami que menciona un cambio; familiares y amigos están al tanto del tiempo, como nosotros.
Los niños abrazan a su maestra. Me piden unas palabras y tomo las del Apóstol: “Educar es preparar al hombre para la vida”. Otra vida, pienso, recordando las predicciones mayas. Otro tiempo, que ha comenzado, seguramente, cuando los niños cantan.
*Carlos Zamora Rodríguez (Matanzas, 1962) Licenciado en Filología, poeta, narrador e investigador