A quien madruga Dios le ayuda. Cuando mi madre me explicaba este refrán solía reírse poniendo como ejemplo el caso de una persona que, al salir muy temprano de su casa, se encontró con un billete de cinco mil pesetas, para acto seguido añadir: “Pero más madrugo el que lo perdió”. En eso pensé el dia en que sali de mi casa en Bangui a las cinco y media de la mañana y, mientras buscaba un taxi en la calle desierta a esas horas, vi a mis pies… una pistola! Que suerte la mía, pero sobre todo afortunado el hombre (o mujer) que la perdió, porque siempre he pensado que tener un arma en casa es como guardar una serpiente.
Fue la primera vez en mi vida que tuve un arma en mis manos. Mi primera reacción ante tan inesperado hallazgo fue de sorpresa y desconcierto. Aunque, bien pensado, después de trabajar en la República Centroafricana -de forma algo intermitente- desde 2012 no debería resultarme tan chocante encontrarme con el objeto letal teniendo en cuenta que desde que estalló la crisis en 2013 en los barrios de la capital abundan los rifles, pistolas y granadas en casas particulares. Todos dicen que mucha gente circula con un arma oculta en algún bolsillo de su ropa o en una mochila, y no sería nada raro que a alguien que circulara de noche poco antes de que yo saliera de casa se le hubiera caído el objeto en cuestión en un momento de descuido.
Confieso que tuve un momento de duda, inspirado sin duda por mi ángel malo. Aquel momento duro pocos segundos. Mi ángel bueno me susurro que si dejaba allí la pistola no sería improbable que detrás de mi llegara tal vez un niño que, atraído por la curiosidad, se pusiera a manipularla seguramente con consecuencias muy lamentables. Además, me añadió mi espíritu celestial, tu trabajas en una organización que tiene como mandato contribuir al desarme y la paz, y ahora que tienes una oportunidad de poner tu granito de arena vas a ponerte con tiquismiquis? Todo ocurrió en muy pocos segundos. Con gran rapidez, mirando para todos lados y asegurándome de que nadie me veía, cogí el desgraciado objeto por la culata -con temor a que si lo agarraba de mala manera tal vez podía dispararse- y lo deposité en la bolsa que llevaba a la espalda.
Apenas había pasado un minuto, con el corazón latiéndome con fuerza, cuando vi un taxi. Pare y le dije que me llevara a la colina. Iba a la comunidad de los combonianos para acudir a la misa de seis, donde había quedado con verme con un obispo español que estaba de paso por Bangui. Mientras cruzaba calles aun semi-desiertas a esa hora, miraba por todas partes sin saber muy bien que iba a hacer para desembarazarme de aquella molestia. Quedaban pocos metros para llegar a mi destino, cuando vi a un grupito de soldados del contingente ruandés de los cascos azules apostados a la puerta de un edificio oficial. Pare aquí, por favor, dije -o más bien grite- al taxista, quien freno casi en seco ante mi inesperada orden.
Tras pagarle religiosamente, salí del vehículo y metí la mano en el bolso mientras miraba a los soldados de la misión de paz de la ONU. Quieto, hombre, volvió a dictarme mi ángel bueno. Como se te ocurre acercarte a unos militares en estado de alerta y sacar de tu bolso una pistola así por las buenas, que van a pensar de ti y sobre todo como van a reaccionar ante lo inesperado de la escena, planifica como vas a resolver esta situación. Intente calmarme, saque la mano del bolso, y me acerque con tranquilidad mientras les di los buenos días. “Perdone, señor, me acabo de encontrar una pistola en la calle y la tengo en mi bolso. ¿Puedo entregársela?”
El que parecía mandar se quedó más sorprendido que yo. Tras darme la mano, le explique quien era, le ensene mi tarjeta de identidad, y algo más calmado, le explique la situación. El hombre sonrió y me dijo que esperara. Tras hablar en su walkie-talkie, se abrió el portón y apareció otro oficial que sin duda mandaba más que él. Volví a repetir la historia, y concluí: “la pistola está aquí, en mi bolso, se la doy?”
Tras asentir el buen hombre, introduje lentamente mi mano, volví a asir la pistola por la culata y la deposité en el suelo delante de él. Uno de los cascos azules la recogió y la entrego a su jefe. Antes de marcharme, le di mi número de teléfono por si necesitara más detalles al justificar como habían encontrado aquel objeto.
Tras despedirme, mientras recorría los pocos metros que me separaban aun de la casa de los combonianos, oí una voz a mis espaldas que decía: “enhorabuena por haber contribuido al desarme en este país”. No supe bien si la voz era del capital ruandés o si provenía de mi interior. Durante la misa, pensé en que tal vez aquel arma había matado o herido a una o varias personas de este país, causando sufrimiento en una familia, dejando una viuda y varios huérfanos. Al día siguiente, cuando me llamaron para hacer la declaración del incidente, el oficial en cuestión me explico que era una pistola artesanal, que hay talleres clandestinos en Bangui que hacen un negocio nada despreciable donde fabrican venden estas armas, y que por sus características no tienen una gran precisión ni un gran alcance, pero que sus balas son muy destructivas y que si te dan en el brazo no es como una bala normal que produce un orificio de entrada y otro de salida, sino que te explota y te destroza el miembro entero…
Al volver a mi casa por la tarde, me dijo un vecino que por la mañana dos jóvenes causaron algo de alboroto mientras comentaban, a gritos, que creían haber perdido no se sabe muy bien qué. Yo me hice el despistado y no dije nada. No tengo ninguna duda de que aquel día en que madrugue Dios me ayudo, pero sobre todo los que tuvieron más fortuna fueron aquellos chicos que, muy a su pesar, perdieron aquel objeto de muerte.