Revista Cultura y Ocio

El día que encontré a Dios

Publicado el 17 febrero 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

El día que encontré a Dios es el vigésimo sexto relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

De joven, la idea de Dios me quitaba el sueño. ¿Dónde coño estaba Dios? ¿Y por qué había tanta gente a mi alrededor que escuchaba su voz, que conseguía dejarlo entrar en sus vidas, que le abría el corazón? ¿Cómo demonios alcanzaban esa gesta?

Para mí, Dios era un total desconocido, y el mejor voyeur de la historia. Había enviado a una paloma blanca a la Tierra, que también era él, con la que había preñado a una virgen; esa virgen había tenido un hijo, que también era él, y ese hijo, que era él, pero también humano, había muerto en la cruz, volviendo al Cielo, donde estaba Dios padre, que también era Dios hijo, y Dios espíritu santo, o paloma. Intenté señalar la decena de incongruencias que tenía esa historia, pero yo estudiaba en un colegio salesiano, así que solo conseguí que me castigasen demasiadas veces.

En mi infancia y adolescencia no descubrí a Dios, pero descubrí que la gente no quiere escuchar que sus creencias no tienen sentido. Por eso inventaron la fe, y ofrecieron una guarida a la metafísica más oscura que a todos nos aflige de un modo u otro. Yo quería creer en Orus y Anubis, o en Zeus y en Hera, en dioses olímpicos, o espíritus chamánicos: algo tremendamente guay para que las chavalas me viesen como a ese melenudo alternativo con barba precoz al que morrear.

El día que encontré a Dios

Durante años, intenté que la espiritualidad entrase en mi vida. El cristianismo era la religión perfecta tras el Concilio Vaticano II: Dios todo lo perdona, todo lo comprende, todo lo sana, y su iglesia ya no quemaba herejes, ni imponía creencias; todo lo contrario, con el aggiornamento, se había puesto al día. Y todo lo que la religión promovía era genial: del Dios colérico y vengativo, al Dios benevolente, y, ahora, al Jesucristo Colega. Ya nadie te estaba pidiendo que vivieses como el culo —salvo si eras gay, o querías abortar, o divorciarte, o follar con condón—, y tenías tu trascendencia asegurada en primera hacia los Cielos.

Pero no lo conseguí. Era demasiado absurdo para mí. Le gritaba para mis adentros: «¿¡Si me quitaste la posibilidad, por qué no el deseo!?», pero como era habitual, no respondía. Me quedaba horas y horas esperando una aparición divina, o, por lo menos, una aparición mariana —si él no podía bajar, que enviase a la Virgen—, pero nunca ocurrió. Siempre eran terceros los que habían encontrado a Dios, así que, como mucho, imaginé que sería como las brujas, que decía mi abuelo, y media Galicia: Eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas.

«Pues será, iaio, será», le decía yo, y cambiábamos de tema, porque si hubo una persona en el mundo a quien yo no quise jamás despreciar ni molestar ese fue mi abuelo, al que conocí, que al otro lo aplastaron dos tranvías de esos que le gustaban tanto a Gaudí, y se fue con Dios.

En la adolescencia, abandoné toda esperanza, y cambié a Dios por el heavy metal. No fue el mejor trueque de la historia, lo admito: la salvación eterna a cambio de guitarras con distorsión, voces agudas y un potente bajo que acompañaba la percusión de la caja, los platos y los timbales. Todo lo que me caló fue el mensaje humanista de Jesús, y de don Bosco, que además era un saltimbanqui italiano de joven y hasta un santo en vida, o eso nos decían en la escuela. Pero no fue suficiente para retenerme: me pasé a Black Sabbath, y a Metallica, y a Iron Maiden, y, como con cualquier adicción, miré hacia cosas todavía más fuertes después.

El día que encontré a Dios

¿Quién me iba a decir que, tras perder toda esperanza, encontraría a Dios? ¿Cómo imaginar que, como Dante y Virgilio, humanidad y razón, sería a través de una aparición mariana donde mi fe se fortalecería por un tiempo?

En resumidas cuentas, que me fumé un canuto.

A oscuras, de madrugada, en mi habitación de adolescente, entre nubes de verdegris, y con The Unforgiven de Metallica sonando en los altavoces, apareció ante mis ojos la prueba de la existencia de Dios, del Rey del Cosmos, del Creador. En mi mente brotó una idea prodigiosa, una idea que explicaba sin atisbo de duda por qué y debido a qué causa era necesaria la existencia divina para la creación. La conmoción se apoderó de mí, y tuve que verbalizar mis pensamientos:

—¿¡Tantos años buscándote y estabas aquí!? ¡Venga ya, no me jodas! —vociferé molesto.

Alguien abrió la puerta de la habitación. Asomó las napias y la cerró de nuevo. Al día siguiente, mis padres me dieron una charla sobre el consumo responsable. En aquel momento, anoté ese grial en una hoja de papel, y me quedé mirándolo durante un largo rato: asombrado, boquiabierto, feliz. Un par de discos más tarde, me tumbé en la cama y dormí hasta media mañana.

Al incorporarme no recordé nada de mi hallazgo nocturno, así que me levanté, fui al baño y me preparé un café con leche. Estaba devorando una magdalena cuando algo restalló en mi cabeza. Corrí a la habitación y busqué el papel con desesperación. Lo encontré debajo del cenicero y, por un instante, me sentí mal por aplastar a Dios entre colillas. Miré el grial en un recorte. Traté de leerlo. Probé a descifrarlo. Había olvidado la idea por completo.

El día que encontré a Dios

Continué fumando canutos durante unos meses. Mis amigos nunca supieron con qué afán buscaba al Rey del Cosmos, ni el porqué. Yo quería salvar la religión católica, convertir a Jesucristo en un héroe de masas, regodearme en mi éxito, y luego ser absuelto por el Espíritu Santo, pero nunca ocurrió. Antes que después, abandoné toda esperanza y superé mi fase de adolescente porrero; terminé por olvidar a Dios, que escapó entre espesas nubes de humo.

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