El artículo de historia que te traigo hoy versa sobre el saqueo de Roma por parte de las tropas españolas e imperiales de Carlos I en 1527. Un hecho que resulta cuanto menos curioso y que tuvo importantes consecuencias. El artículo está escrito por Fernando Díaz Villanueva: El día que España tomó preso al Papa.
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En 1526 el rey Francisco I de Francia se encontraba en Madrid. Pero no
de visita oficial, sino preso en la Torre de los Lujanes, aneja a la
casa homónima donde vivía una acomodada familia de comerciantes
madrileños. Era una doble humillación a la que se sometía al monarca
galo tras perder –y por goleada– la batalla de Pavía.
Por un lado le encerraban en la casa de un vulgar mercader, por otro lo
hacían en una ciudad de segunda, en medio de ningún sitio y de donde no
podría escapar hasta que firmase una no menos humillante capitulación.
El 16 de enero de aquel año, se presentó en la Villa un legado del rey
Carlos con un tratado bajo el brazo que el rey de Francia tendría que
firmar sí o sí. Francisco renunciaba a todos sus derechos sobre Borgoña y
los principados italianos al tiempo que se comprometía a casarse con
Leonor, hermana del rey de España, y a enviar a dos de sus hijos a
estudiar en Castilla. No contento con eso, tenía que retirar de
inmediato el apoyo a Enrique de Navarra, el rey rebelde que seguía
aspirando a reconquistar la parte sur del viejo reino incorporado a
España en tiempos de Fernando el Católico.
Como no tenía muchas más opciones, Francisco hincó la rodilla y firmó.
De lo contrario se hubiera tenido que quedar a vivir en Madrid, que hoy
no está nada mal, pero que en aquel entonces era una pequeña e
intrascendente ciudad castellana desconocedora aún del importante papel
que la historia le tenía reservado. El Tratado de Madrid se firmó y
Francisco fue liberado en la frontera francesa. Nada más llegar a París
se desdijo y, esgrimiendo que había firmado el tratado bajo coacción, lo
consideró nulo y se dispuso a guerrear de nuevo contra los españoles.
Esta vez, sin embargo, no lo haría solo. Concertó con el Papa Clemente
VII una alianza militar –conocida como Liga de Coñac– para alejar a los
españoles de la Bota de una vez por todas. La liga reunía a todos los
poderes italianos del momento. Se apuntaron los venecianos, los
milaneses, los florentinos y, de propina, los ingleses, temerosos de que
la estrella de los Habsburgo hispanos brillase demasiado.
Francisco atacó primero por el sur de Lombardía con la intención de
evitar que los Tercios se hiciesen con Milán, plaza estratégica desde la
que se controla todo el norte de Italia. Carlos –o quizá su canciller
Mercurino Gattinara– le vio venir y se lanzó sobre Milán tomándola al
asalto. Roma y Francia habían quedado incomunicados por tierra y, para
colmo, en Florencia se desató una rebelión contra los Medici. La guerra
pintaba bien y estaba casi decidida, pero entonces sucedió algo con lo
que nadie contaba. Los soldados imperiales, unos 30.000, llevaban varios
meses sin cobrar y se amotinaron.
Ante una situación semejante el rey podía hacer dos cosas y las dos
pasaban por continuar la guerra y, naturalmente, ganarla. Una pedir
prestado el anticipo de la soldada a los banqueros habituales y luego
devolver el principal más los intereses pactados (que dependían de la
premura) con el botín de guerra. La otra, más directa, era arrojarse a
la desesperada sobre una ciudad rica, asaltarla y que los soldados se
cobrasen –en metálico o en especie– la cantidad adeudada.
En
aquel momento Carlos no estaba para refinamientos y mucho menos para
regateos con los Fúcares, banqueros de confianza de la casa. Hungría
acababa de perderse ante los turcos y no disponía de excesivo crédito
después de haberse comprado poco antes el título de emperador del Sacro
Imperio. Estaba, por decirlo llanamente, sin blanca y con el agua al
cuello. De modo que ordenó al duque Carlos de Borbón, un francés
renegado que se había puesto al servicio de los españoles, que se
dirigiese a Roma y la saquease. Si lo conseguía mataba dos pájaros de un
tiro: le bajaba los humos al Papa y pagaba a sus soldados mucho mejor
de lo que ellos hubiesen jamás imaginado.
El ejército estaba compuesto por tres cuerpos de tres nacionalidades
distintas: lansquenetes alemanes capitaneados por Georg von Frundsberg,
tercios españoles e infantería italiana a las órdenes de varios condottieri.
La expedición partió de Arezzo, en la Toscana, a finales de abril. De
camino saquearon varias ciudades menores y el 5 de mayo ya estaban a las
puertas de Roma. El Papa Clemente no había pensado en un desenlace como
aquel y apenas pudo oponer 5.000 guardias suizos en las murallas. Una
minucia al lado de la tropa sedienta de dinero que se encontraba al otro
lado.
El día 6 los atacantes penetraron por el Janículo matando a todo el que
se le ponía por delante. En una de las refriegas murió el duque de
Borbón, comandante imperial que no tardo en ser sustituido por Filiberto
de Châlon –otro francés traidor–, tanto o más decidido a sembrar el
pánico en la Ciudad Eterna que su antecesor. Y así fue. Nada más entrar,
los imperiales ejecutaron públicamente a cerca de mil guardias suizos
para que la escabechina sirviese de ejemplo al resto de romanos. El saco
de Roma acababa de comenzar.
Los soldados se desperdigaron por toda la ciudad asaltando palacios,
basílicas, iglesias y monasterios. Nada estaba a salvo, especialmente
las mujeres, parte inexcusable de cualquier botín de guerra que se
preciase. Los cardenales, príncipes de la Iglesia al fin y al cabo,
podían elegir entre morir como mártires en sus palacios mientras la
tropa los saqueaba, o llegar a acuerdos con los capitanes entregando
previamente una cantidad determinada de oro, piedras preciosas y otras
riquezas fácilmente transportables.
Al cabo de tres días, Châlon dio órdenes de detener de inmediato el
saqueo: había llegado la hora de negociar con el Papa, que se encontraba
preso en el Castillo Sant’Angelo. No le había dado tiempo a huir y
ahora, como Francisco en Madrid un año antes, tenía que hincar la
rodilla si no quería permanecer eternamente recluido en la fortaleza.
Las condiciones eran dolorosas. El Papa tenía que entregar 400.000
ducados (de oro, claro) a los ocupantes y, además, ceder varias plazas
al rey de España, entre las que se encontraban algunas importantes como
Módena, Parma y Civitavecchia, puerto de Roma. A todo dijo que sí y se
le liberó.
Por una inesperada carambola, Carlos I de España y V de Alemania se
había salido con la suya enviando un mensaje al mundo: si esto hacía con
el Papa, qué no haría con otros enemigos. El Papado, por su parte, no
volvería a ser el mismo. Desde aquel instante se forjó una
indestructible alianza entre el trono de San Pedro y el de España que,
no mucho después con las guerras de religión alemanas, se convertiría en
luz de Trento, espada de Roma y martillo de Herejes. La primera y más
importante de las embajadas ante el Santo Padre sería ya la española. En
Roma, entretanto, el saco quedaría grabado a fuego durante
generaciones. Tanto que hoy, casi 500 años después, los guardias suizos
juran bandera el 6 de mayo en memoria de aquella sangrienta jornada.