Recuerdo bien el día que llegamos a Madrid, hace muchísimos años, después de un viaje largo y pesado que nos tenía a mi hermana y a mí adormilados en el asiento trasero del coche, algo cascado y escaso de potencia, de mi padre. Después de la novedad que había supuesto ir acercándonos a la capital, adivinar su proximidad por el enorme resplandor que proyectaba en el cielo nocturno y penetrar en aquellas interminables avenidas tan bien iluminadas, flanqueadas por edificios de muchos pisos y copadas por los taxis negros con la franja roja que nos habíamos entretenido durante un buen rato en contar, acabamos aburriéndonos habida cuenta de que mi padre se extravió y estuvo dando vueltas y más vueltas por barrios y calles hasta que, muy avanzada la noche, dio con el lugar donde íbamos a vivir. Apenas tuvimos ánimos para descargar lo imprescindible, dejando el resto de cosas en el vehículo, hinchar las colchonetas playeras y dejarnos caer en ellas para perdernos en un sueño profundo y reparador.
A la mañana siguiente nos despertó el ruido de los operarios del camión de mudanzas descargando los bultos donde guardábamos todos los objetos que mis padres habían ido acumulando a lo largo de sus años de matrimonio y que eran los encargados de transformar un espacio vacío en un hogar. El piso era grande, mucho mayor que los anteriores donde habíamos vivido, lo que nos permitiría tener una habitación propia para cada uno de los hermanos. Tenía un bonito vestíbulo, cerrado por una puerta de doble hoja, un par de cuartos de baño que daban a una chimenea interior, dos balcones, uno a cada costado, una amplia cocina y una sala de estar y un comedor espaciosos. Pero lo que más me gustó de aquella casa fueron las puertas corredizas que conectaban el comedor y la sala, transformándolos en una sola estancia. Estuve abriéndolas y cerrándolas una y otra vez hasta que mi padre se cansó de tanto enredo y me prohibió volver a tocarlas. En colocar los muebles y los electrodomésticos, desempaquetar las cosas e irlas ordenando someramente se nos fue todo el día. Estaba ya avanzada la tarde cuando por fin nos dejaron libres para salir a dar una vuelta y conocer el barrio.
Maribel y yo bajamos algo cohibidos, temerosos del difícil momento de romper el hielo y hacer nuevos amigos. Pero no encontramos a nadie y nos quedamos allí en medio, en la acera del callejón que cruzaba el reducido barrio. Este consistía en varios bloques de un color amarillo sucio, con los techos de pizarra, que encerraban en su interior un espacio rectangular en medio. Aquellos techos grises, casi negros, muy pendientes, con caídas a dos aguas, me resultaron curiosos y bonitos, tan diferentes a las terrazas de las azoteas que había allí de donde veníamos, y le daban a los edificios un aspecto acogedor, de película de Disney.
Al cabo de unos minutos, salió de nuestro mismo portal una chica de la edad de mi hermana, bastante guapa, que me dejó algo cortado; se presentó como Teresa, Tere, y en menos de dos minutos ya la había invitado a su casa. Para no quedarme allí solo, como un naúfrago que espera quien lo rescate, me lancé a dar una vuelta de reconocimiento. Crucé el parque, que en realidad era un descampado de tierra pelada con algunas zonas embaldosadas en el acceso a los portales y con unos pocos árboles maltratados por una tala infame y que mucho después supe que eran, todos menos uno, olmos americanos (el otro era una acacia). Curioseé por los portales y pude observar que los bloques tenían algunos cuatro plantas y otros sólo tres, además de los sótanos, e intenté descubrir algunos signos de vida en los balcones y las ventanas. Bajé a una especie de fosos rectangulares que tenían delante todos los edificios, de amplitudes y profundidades diversas, y cuya utilidad fue durante años objeto de especulación por todos los chicos del barrio. Algunos decían que eran para cuando llovía mucho y evitar las inundaciones, o para cuando se deshelara la nieve de los tejados o que se habían empleado, en tiempos pasados, para encerrar al ganado, y una multitud de teorías aún más estrambóticas y descabelladas. Hasta mucho después no me caí en la cuenta de que estaban construidos, simplemente, para dar luz a los sótanos. Descubrí, a espaldas de los bloques, unos jardines un poco mustios, con setos, enredaderas, rosales y algunos árboles más, todos olmos; y me dio tiempo a recorrer el muro perimetral de obra, algo más alto que una persona y rematado por un adorno que simulaba un tejadillo, que separaba a los bloques del resto de edificios. Como no encontré a nadie, regresé nuevamente a sentarme en el murete que delimitaba uno de los fosos, justo en frente del que podía llamar ya, con propiedad, nuestro portal. Desde allí pude ver a un chico que, asomado a una ventana, pretendía llamar mi atención. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, me hizo seña de que esperase, retiró rápidamente la cabeza y, apenas un minuto después, salió de un portal de enfrente, acompañado de otro chico, se acercó a mí.
La primera pregunta que me hicieron, antes siquiera de saludarme, como un disparo soltado a bocajarro, fue si yo era el nuevo, el que vivía en la casa de Juanma. Aquella de allí, y señalaba uno de ellos, con un índice acusador, las ventanas de mi casa, como si yo hubiera tenido la culpa de su marcha. A continuación, hablándome con una chulería no exenta de cierto encono, se turnaban para contarme las excelencias y méritos de su buen amigo Juanma que, por qué no confesarlo, se me atragantó bastante. De hecho, aquel episodio, sin tener en realidad, como se verá, mayor trascendencia, tuvo el honor de inaugurar en mi vida la lista de ocasiones, afortunadamente escasa, en que me he visto en la tesitura de reemplazar a alguien de grato recuerdo y reconocido expediente, y siempre he sentido la misma inseguridad de aquella tarde. Pero éramos niños y Juanma pasó, quizás antes para ellos que para mí, rápidamente al olvido. Así que por fin se presentaron mis nuevos conocidos, que resultaron ser hermanos, a pesar de que en lo físico se parecían poco: el menor, de mi misma edad, se llamaba Míchel, y era delgado y rubiete, o, al menos, con el pelo de ese color castaño claro al que en nuestras latitudes solemos llamar rubio, y el mayor se llamaba Andi y era moreno y más corpulento. Su alias, del que pocos se libraban, era, según me dijo Míchel, pidiéndole permiso con la mirada, Furia. Yo soy Gabriel, les dije con mi cerrado acento cañaílla. Gabi, me corrigieron. Eso, Gabi.
Hablamos de nuestras familias, y les conté que tenía una hermana, ¿sólo una?, se admiraron al unísono, que veníamos de San Fernando, Cádiz, donde había estado mi padre destinado muchos años, aunque mi familia era de Badajoz, de un pueblo, en realidad, cuyo nombre me parecía tan cateto que evitaba mencionarlo. Y ellos me hablaron de sus numerosos hermanos y hermanas, ocho en total, y de los muchos años que llevaban viviendo en los bloques, aunque también su familia fuera de otra parte, mallorquina creo recordar, o canaria, en todo caso insular. Y al cabo de un ratito me hicieron la pregunta mágica, aquella que a lo largo de mi vida ha sido como un amuleto para hacer amigos: me preguntaron si sabía jugar al fútbol. Les contesté, por supuesto, que sí, y que, además de haber sido, en San Fernando, el capitán del equipo, jugaba como delantero centro. Aquello rompió las reservas que pudieran haber tenido conmigo y a partir de ese preciso momento empezó mi amistad con ellos, especialmente con Míchel, ya que Andi, en realidad, no formaba parte del mismo grupo de su hermano, sino de otro de chicos un poco mayores que ya tendría ocasión de ir conociendo.
Sentados los tres en el murete del foso, o levantándonos alternativamente para descansar las posaderas de la dureza tapia, fueron poniéndome al día de los habitantes de los bloques, como todos llamaban al barrio, sobre los diferentes grupos y subgrupos que había formados, del equipo que tenían organizado y los partidos que habían jugado con el equipo de los bloques rojos, otras casas de militares que había cerca, de las diversiones y de las amenazas. De todos me contaban algo: el apodo, dónde vivían, el tiempo que cada uno llevaba viviendo, vamos, de la antigüedad, incómodo factor este, que pesaba como un grado, de si tenían hermanos o hermanas y algunos detalles más, pero en lo que más énfasis hacían y en lo que más insistía yo en conocer, la cualidad preciosa por la que se medía la valía y el estatus “inter pares” de cada cual, era la habilidad con el balón, o la carencia de ella. La vida del grupo, como ya estaba empezando a constatar, giraba alrededor del fútbol. Y así, sin movernos de donde estábamos, mientras se desgranaba la tarde, me fui enterando de la mecánica del microcosmos juvenil que bullía con vida propia intramuros de los bloques y que habría de marcarnos a todos con su especial impronta, hasta que se hizo de noche y mi madre me llamó a cenar gritando desde la ventana, inaugurando una costumbre que había de durar años.