Lo prometido es deuda, y aunque he tardado un día más de lo esperado, llega el pequeño relato del día que me sentí tan pequeña que mi ya escaso 1,57 se quedaba por encima de mí misma.
Más de dos años después de mi última experiencia en un restaurante y obligada por una situación mental que me machaca cada día que me levanto de la cama y me siento en el sofá, volví a vestirme de negro (sin tanto glamour como Will Smith), a ponerme el delantal y a poner mi mejor sonrisa mientras llevo platos llenos de comida a gente que no se digna a mirarte a la cara.
Esta vez era en el centro de Valencia, un local modesto pero cuco, apañao‘ que diría mi madre. Al entrar todo fueron sonrisas y buenas palabras. Pocas explicaciones, pero, como dijo aquel señor que evaluaría mis capacidades psicomotrices durante la prueba, “tampoco hace falta tener unas oposiciones para esto, Lorena“. Así que me vi allí, registrando por mí misma todos los cajones, intentando averiguar dónde se guardaban las cosas y viendo cómo se hacían para que, cuando llegaran los comensales, no hubiera follones innecesarios. Follones que lógicamente hubo.
Apenas 20 minutos después, entraron los primeros clientes y con ellos, los malos humos de quien hasta ahora me había estado sonriendo sin problemas. A partir de ese momento, todo cambió. A medida que salían los platos, entraba la gente y se acababan las botellas de vino, las frases lapidarias, las palabras malsonantes y las miradas mortales se hacían más evidentes. Aguanté, porque en esta vida hay que saber dar oportunidades y tener paciencia hasta con quien no la tiene contigo. Sin embargo, llegó un momento, con una frase en concreto que no escribiré para no darle más importancia, que mi mente se cerró y asumió que aquello era, sencilla y llanamente, una pérdida de tiempo y de dignidad.
Y me explico… Quienes me conocen saben que no se me caen los anillos. Trabajé durante mucho tiempo en lugares que no valen ni un minuto de tu tiempo y con personas que no merecen ni el aire que respiran. Sin embargo, esto era distinto. Después de estudiar durante tantos años, de viajar, de curtirme en empresas que no valoran ni los acentos que pones y de arrastrarme por una esperanza de mejora que nunca llega, me di cuenta de que estar allí, en ese lugar, sirviendo a gente como Rita Barberá, que se llenan la boca de mejillones al vapor mientras hablan de lo injusto que es que pasen la festividad de San José a un lunes, mientras olvidan totalmente que la esperanza de gente como tú está puesta en ellos, era totalmente absurdo.
Cada viaje a la mesa era una punzada. No importa de qué hablaran porque no lo hacían de nada importante, de nada que realmente fuera bueno para esta maravillosa ciudad que es la capital de una gran comunidad situada perfectamente en el mapa. En el mapa de los cobradores del frac. Y así, entre boquerones, solomillos y whiskeys se hicieron las 18,30 de la tarde. Una comida que obviamente hemos pagado todos (espero que la carne estuviera a vuestro gusto) y que solo consiguió cortarme la digestión el resto del día.
Imagen extraída de ritabarberamirandocosas.tumblr.com
![tumblr_m2mj35ycJa1rqw8uyo1_1280 El día que no sirves para nada](http://m1.paperblog.com/i/144/1447813/el-dia-que-no-sirves-nada-L-yYdUui.jpeg)
Y así, se acabó el día. Me fui. Cansada y humillada. Utilizada y menospreciada. Tocada y hundida.
Una sensación que no había sentido antes, ni siquiera cuando con 19 años me quemaba las manos en una fábrica de plástico entre hombretones como armarios y a 55ºC en una nave de uralita. Esa sensación de que te miren por encima del hombro, de que te menosprecien con la mirada, de que te hagan sentir que los años que llevas intentando salir adelante no sirven para nada porque “no sabes ni ser camarera“.
Pues quizás no. Quizás no sepa servir comida porque lo mio es comérmela. Quizás lo mío no es hacer cafés porque no me gustan. Quizás lo mío es escribir, vomitar palabras que alguien, tarde o temprano leerá, y sentirá como propias. Porque obviamente esto no es algo puntual. Y volverá a pasar. Posiblemente a mí, seguramente a más. Pero para eso tendré mañanas de sábado. Para revolver lo que sentí aquel día en que no servía para nada y convertirlo en un texto con el que dentro de unos meses me reiré. Quizás para eso sí que sirva. Quizás eso sí sepa hacerlo.