Revista Creaciones
El día que se inventó el color.
Capítulo cero: un prólogo daltónico.
Quiero que hablemos un poco sobre el color. Es gracioso que yo diga eso, a fin de cuentas soy daltónico, pero quizás por eso mismo me parece un tema tan bonito para hablar. Me gustan los misterios de aquello incomprensible, y también me gusta ver las cosas de manera diferente a los demás. (Bueno, no siempre, solo a veces: cuando era niño más de un llanto me causaron mis toros verdes y mis cielos morados, pero esa historia la cuento luego)
Quizás, por esa misma extrañeza, me resulta interesante el tema: me hago preguntas que para la mayoría son tan obvias y evidentes que hacen que, normalmente, no tengan sobre el tema ningún cuestionamiento.
Seamos honestos: pocas cosas tan valiosas y al mismo tiempo tan ignoradas como el color. Lo rodea todo, lo toca todo, lo afecta todo y sin embargo, ¡sabemos tan poco sobre el! Lo damos todo por hecho, por sabido… El color termina siendo como ese vecino al que saludamos todos los días, pero en realidad no sabemos nada sobre él, tan familiar pero tan desconocido.
Cuando nos adentramos en su comprensión descubrimos que es al mismo tiempo un universo de contradicciones, de paradojas, de bellezas inesperadas e insospechadas.
Pero entremos en materia.
Capítulo Uno: de luces y colores.
Lo primero y más básico que deberíamos conocer es que en cierta forma el color es luz, y la luz es color. Que cosa tan complicada. No es que sean sinónimos, no es que sean exactamente lo mismo, es que, en realidad, son dos asuntos íntimamente relacionados. La luz es un tipo de energía. Es parte de la radiación electromagnética, más exactamente, la parte visible de dicha radiación.
Lo hermoso del caso es que la luz está compuesta de ondas que se mueven a diferentes longitudes. Juntas generan el haz de luz blanco que solemos ver a la luz del día.
Cuando no hay luz hay oscuridad, que es, en últimas, ausencia de color. Cuando hay luz se hace la fiesta.
Isaac Newton demostró esto de manera maravillosa. Al poner un prisma frente a un rayo de luz se abría el espectro completo de colores. En otras palabras, descubrió como tener un arcoíris de bolsillo.
Luego hizo lo contrario: reunió todos los colores de nuevo a través del prisma y al otro lado obtuvo un haz de luz blanca. Como dato curioso, al pobre Newton casi lo condena la Inquisición, porque eso de crear luz blanca era más o menos una herejía que iba en contra de la lógica que decía que el blanco era la pureza de Dios, y por ende el hombre no podría crearlo. Nota mental: el color es hermoso pero peligroso.
Una de las cosas más bonitas de ese descubrimiento de Newton es la implicación de que no sólo los prismas descomponen la luz: en realidad todos los cuerpos hacen algo similar.
Cuando vemos el color de una cosa en realidad lo que vemos es el reflejo de algunas de las ondas que componen la luz. Como ya vimos, un rayo de luz blanco contiene dentro de si todos los colores al mismo tiempo. Al golpear con un objeto los diferentes colores se separan. Algunos son absorbidos por el objeto, otros son reflejados. Cuando vemos un objeto de algún color en realidad sería más acertado decir que “no es” de ese color, pues ha absorbido todos los demás y reflejado aquel que vemos. Bien visto, el color que vemos es pura apariencia, y también pura poesía.
¡Ah! ¡La belleza del color! Cuando comes una fruta amarilla, en realidad, estas comiendo todos los colores, excepto el amarillo. ¿Puede haber más paradoja que esa? ¿Acaso no es una perfecta sinestesia aquella de comer el color, pero además desde su ausencia en vez de su presencia?