Eran muchas las leyendas que circulaban por la Inglaterra del siglo XII en las que el mismísimo demonio hacía que cadáveres ya enterrados volvieran de la tumba. Los habitantes de Drakelow eran supersticiosos y conocían la única forma de parar aquella locura: había que desenterrar los cuerpos y destruirlos. Para esto, había antes que obtener el permiso del ordinario del lugar. Stapenhill pertenecía a la diócesis de Coventry y Lichfield, cuyo Obispo en el momento de los hechos era el normando Robert de Limesey (antiguo capellán del mismísimo William I, el Conquistador), que permitió la exhumación de los dos cuerpos.
No especifica Geoffrey of Burton el número de quienes constituían aquella partida; tampoco su condición social o sus nombres. Se encaminaron hacia el cementerio de la iglesia de San Peter, en Stapenhill. Tras cavar por un tiempo, las palas arañaron la madera de las cajas, y al abrirlas, pudieron comprobar lo que quizás ya sospechaban de antemano: ninguno de los cadáveres mostraba signos de descomposición. Otro detalle, sin embargo, les hizo mirar instintivamente al cielo y calcular el tiempo que restaba hasta la puesta del sol. Los sudarios que cubrían las cabezas estaban manchados de sangre. Alguno debió pensar en los sanguisugae (vampiros), de los que se hablaba más al norte.No había tiempo que perder y comenzó el macabro ritual. Ambos cadáveres fueron decapitados -usando, así lo creo, la herramienta apropiada, la "pala de sacristán" (sexton's spade)-. De nada serviría esto, si no se colocaban la cabezas en algún lugar alejado del cuello; alguien indicó que debían ponerse entre las piernas y así se hizo. Antes de volver a clavar las tapaderas en los ataúdes y para asegurarse de que los cadáveres no volvieran a aterrorizar al pueblo, se les extrajo el corazón. Anochecía cuando las cajas, convenientemente claveteadas, fueron nuevamente cubiertas de tierra. "Aún falta algo" -dijo uno de los lugareños-. "Hay que quemar los corazones, pero no en campo santo". Se encaminaron, entonces, a un lugar que el autor llama Dodecrossefora, cuya exacta localización nadie sabe; en todo caso, no debía estar muy lejos. Allí, a toda prisa, prepararon un pira, donde pusieron los dos corazones; después, le prendieron fuego.Las llamas empezaron a consumir pronto los ramajes y a chamuscar los corazones. En la fría noche, alguno se acercó al fuego para calentarse. Entonces sucedió algo que a todos hizo retroceder horrorizados: de entre las lenguas de fuego que se elevaban y el humo negro, surgió una forma alada y negra, como un cuervo, que se alejó volando, dando unos graznidos espeluznantes.
Era ya noche cerrada cuando los hombres volvieron a Drakelow, pero ningún cadáver les salió al encuentro; no hubo tampoco golpes en las puertas de las casa, pues los revinientes no volvieron a merodear por el pueblo, ni sus alrededores. Y aunque no hubo que lamentar más muertes, los pocos habitantes que aún seguían vivos en Drakelow, cogieron todo lo que sus carros podían transportar y abandonaron el pueblo; también lo hizo el conde Roger con su familia. Todos se refugiaron en la villa de Gresley, donde se quedaron a vivir (no sin la oposición de algunos de sus nuevos vecinos). Y cuenta el Abad Geoffrey que Drakelow quedó desierta. Los supervivientes dieron gracias a Dios y a Santa Modwenna por haber escapado con vida, pero ninguno de ellos osó volver a su pueblo, temiendo una nueva venganza del cielo. FINIS