Este nueve de septiembre quedará señalado en mi cuaderno de bitácora como la peor singladura del viaje, y en mi calendario personal como uno de esos días traumáticos que de cuando en cuando nos propina la vida.
Para empezar, anoche casi no dormí: a duras penas sumaría dos horas de sueño, un sueño intermitente e inquieto, sin reposo; como si mi subconsciente estuviera presagiando lo que se avecinaba. Y cuando, por la mañana, acepté mi derrota frente al insomnio, recogí las cosas, dejé la habitación y me puse en marcha; pero ya comenzaba la jornada cansado, y eso es mal arranque para un motorista; mal agüero también; ¿o son, ambos, causa y efecto?
Desde Daugavpils, la ruta prevista era llegar Vilnius, la capital lituana, por las carreteras que bordean la frontera bielorrusa. Iría, como siempre, por el camino que supuse menos transitado. Y sin duda lo era: solitario y, también –aunque ¿cómo podía yo saberlo?– peligroso. Peligroso porque ésas son las regiones donde mora y campa a sus anchas, libre y salvaje, el camionero cafre. Pero a eso ya llegaré.
La mañana estaba nublada y como con ganas de dejar caer algo de lluvia; pero como a menudo sólo amaga y luego no golpea, de momento no me puse el impermeable.
El primer contratiempo (que además disparó toda la cadena de infortunios) fue un tramo de obras regulado por semáforo: según me acercaba a él, la luz estaba verde, pero justo dos segundos antes de rebasarlo se puso en rojo, así que fui legal y me detuve. Mala suerte. De no ser por esos dos segundos, no me habría sucedido nada de lo que vino después, ni más tarde, a lo largo del desafortunado día. Pero esa fracción de tiempo fue decisiva.
La cadencia del semáforo era nada menos que de diez minutos. Diez inacabables minutos que estuve allí esperando, cabeza de la fila de vehículos, cada vez más larga, que se formaba tras de mí. Mientras tanto, yo ojeaba el cielo: seguía igual, nublado, sin aclarar ni cerrarse. Cuando por fin tuvimos vía libre, arranqué y encabecé el convoy. Y sólo entonces comenzó a llover, cuando ya no tenía escapatoria: el carril izquierdo era por completo impracticable, con dunas y trincheras, taludes y socavones, bulldozers, bloques de hormigón, etcétera; y el derecho –por el que circulábamos– no estaba mucho mejor: grava, pedruscos y tierra que, con el agua, volvíase barro. Entre éste y la cuneta no había margen alguno, ni aun del ancho de una moto, donde apartarme un momento para ponerme el impermeable. Estaba atrapado entre el carril y la lluvia. Ni siquiera podía ir despacio para evitar charcos, cascotes, baches y demás, porque eran muchos mis seguidores, malhumorados por la larga espera del semáforo. Tenía que continuar que acabase aquel maldito tramo.
Cuando por fin llegué al final, ya mojado y embarrado, me eché al arcén para calzarme los pantalones de agua; pero no bien hube reanudado la marcha, dejó de llover. El Destino estaba divirtiéndose conmigo. Y un poco más adelante me lo encontré.
Estaba a cien o doscientos metros, detenido sobre el arcén derecho; y le dio por arrancar justo cuando yo me acercaba. En principio no me sorprendió, porque ya sabía que los conductores lituanos son unos cafres; pero el camionero, no conforme con desdeñar mi prioridad y proximidad, se incorporó al carril en ángulo tan abierto que hasta rebasó la mediana, obligándome a hacer el adelantamiento muy por la izquierda. Suerte que no había tráfico de frente; pero de todos modos, al pasar junto a su cabina, le pegué una pitada. Y luego seguí a lo mío.
Pero él no. Quiero decir que no siguió a lo suyo; aunque tal vez sí, porque ¿qué era etsa mañana lo suyo?
Sabido es que una moto grande corre bastante más que un camión, pero tengo dicho que yo soy un motero tranquilo; me gusta ir despacio, para mejor disfrutar de la carretera y el paisaje. Por eso no me llamó la atención ver por el retrovisor que, pasados unos minutos, el camión de marras iba ganándome distancia poco a poco; de modo que, si seguíamos cada uno a nuestro ritmo, me adelantaría pasados unos quilómetros. ‘Y entonces va a devolverme la pitada; fijo –pensé–; y además va a adelantarme a lo cafre; seguro’. Y como no me apetecía, subí un poco el ritmo para ir dejándolo paulatinamente atrás.
Sin embargo, contra lo calculado, no veía cada vez más pequeña su silueta en mis retrovisores, sino que seguía creciendo; lo cual significaba que él también había acelerado otro tanto. Así que una de dos: o aumentaba de nuevo mi velocidad, o volvía a la habitual y me dejaba adelantar. Y en estas consideraciones andaba cuando llegué un pueblo –Diükstas, creo– que me ofrecía la posibilidad de no tener que hacer ni una cosa ni la otra, ya que, dada la infinitamente mayor agilidad de una moto sobre un camión entre el tráfico urbano, le sacaría ahí una delantera suficiente como para poder olvidarme ya de él. Pero otra vez me equivocaba, porque el muy cafre –lo veía por el retrovisor– se saltó un semáforo e hizo un par de adelantamientos a lo bruto, avasallando a los peatones y el tráfico. El típico camionero pirao con que todos nos hemos encontrado alguna vez, sólo que peor. Estaba visto que no iba a sacarle ninguna ventaja cruzando el pueblo, así que más razón para continuar a mi ritmo y dejarme adelantar. De modo que, una vez en campo abierto, fijé el velocímetro en mis 90 km/h de siempre y esperé a que me pasara. Total, sería cosa de diez segundos: me pitaría en revancha, me putearía un poco para hacerme pisar el arcén, y seguiría su loca carrera consigo mismo. Nada que debiese traumatizarme.
Al cabo de unos minutos lo tenía ya detrás. Venía lanzado. Pero aunque íbamos por una recta larga con buena visibilidad y sin tráfico, cuando estaba a unos diez metros mantuvo la distancia y, entre ráfagas de su nutrido repertorio de faros (cortas, largas, antiniebla y esos focos “de caza” que llevan algunos camiones en lo alto de la cabina), como el bramar de un búfalo herido dejó escapar, en una prolongada y fragorosa pitada, toda la furia de sus bocinas gemelas, clamando así todo el cabreo de su dignidad camioneril.
‘Bueno, ya te has desahogado –le dije mentalmente–; ahora, ¿a qué esperas? Si tanta prisa tienes, el paso está franco; nada te estorba el adelantamiento.’ Pero aún no se consideraba vengado: se me arrimó a unos cuatro metros (en mis retrovisores era todo cabina) y volvió a retumbar las trompetas con saña. El fragor me envolvía como el tifón de un transatlántico, y no pude contenerme: levantando la mano izquierda, le puse el dedo. Y entonces inció el adelantamiento.
Según cabina y remolque me rebasaban en toda su longitud, yo tenía todos mis sentidos alerta, seguro de que me empujaría hacia el arcén con una precipitada incorporación. Sin embargo, no lo hizo; y cuando por fin su último eje pasó y se incorporó al carril derecho –eso sí: a muy poca distancia–, suspiré con alivio. El peligro había pasado y el mal ratito también.
Pero por tercera vez me equivocaba: en cuanto se me puso delante, pegó un frenazo prolongado –casi me como su parachoques– con la manifiesta intención de pararse y hacerme parar detrás. Estaba ya claro: quería dirimir el asunto a puñetazos… o algo peor. Había llegado la hora de las estacas; la hora de yacer en el arcén con la crisma abierta por un camionero cerril.
Tenía que salir de naja; adelantarlo por sorpresa y escaparme. Como lo tenía muy cerca y no veía el carril contrario, intenté primero rebasarlo por el arcén; pero el muy ladino, al darse cuenta, se echó a la derecha. Rápidamente cambié de lado y, encomendándome al Cielo, aceleré a tope. No venía nadie, pero mi enemigo se atravesó en el carril contrario de un volantazo para cerrarme otra vez la salida. Pasé por los pelos, junto a su cabina, al borde del arcén izquierdo. ¡Uf!
Según me alejaba, traté de recapitular el episodio. Tuve la corazonada, casi certidumbre, de que aquel tipo venía a por mí desde el principio, cuando estaba parado en el arcén; de que ya me aguardaba y por eso hizo la incorporación tan brusca, sin señalizar, e invadió la mediana; y de que todas sus prisas y maniobras posteriores no habían tenido otro objeto que cazarme. No se trataba, como había pensado, de un camionero con prisa por llegar al puticlub más cercano o por entregar urgentemente una mercancía; de hecho, el remolque ni siquiera estaba cargado: sólo un camión vacío puede maniobrar, acelerar y –sobre todo– frenar con esa presteza. Era simplemente un pirado que la había tomado conmigo, sepa Dios por qué. A lo mejor su mujer le ponía los cuernos con un motero. Sin duda mi pitada lo picó aún más y la figa acabó de enfurecerlo; pero ese loco ya tenía, con anterioridad, la intención de putearme. Ahora bien, ¿cómo podía estar esperándome, saber de mi existencia y mi presencia, si yo venía detrás? A no ser que…
No tuve tiempo de completar este pensamiento, pues había dado alcance a un camioncillo que subía despacio y con fatiga una larga pendiente –raya continua– y mi perseguidor se me echaba de nuevo encima a toda la velocidad –ahora sí– que su Diésel turboalimentado le permitía; que no era poca. “Si no me quito de aquí ya mismo –me dije– ese tío me hace un sándwich contra el camioncillo”. El instinto me urgió, pues, a ignorar la prohibición y adelantarlo en un abrir y cerrar de ojos. Al menos esta vez me acompañaba la suerte, ya que a poca distancia venían de frente dos coches que impedirían al majareta adelantar justo a continuación mía. Tendría que reducir, ponerse al paso de tortuga del otro y, cuando los coches hubieran pasado, ganar velocidad y adelantar cuesta arriba. Eso me daba la ventaja definitiva que necesitaba.
En fin; nada de eso: otra vez subestimé la osadía de aquel transportista, que sin decelerar ni un poquito, con sus cojones, invadió el carril izquierdo para pasar al camioncito importándole un carajo los que venían de frente, que tuvieron que echarse precipitados al arcén. Fue entonces cuando tomé conciencia de la verdadera gravedad y envergadura del problema que rodaba alocado a mis espaldas. El conductor de aquel cinco ejes era el mismísimo Diablo sobre ruedas, el de la espeluznante e inolvidable primera película de Spielberg: un espíritu del mal que quería darme caza a toda costa, y a quien nada iba a detener aunque tuviese que dejar, a su paso, un sangriento rastro de accidentes.
(Continuará.)