Muchas veces me reconcilio con la lectura, en especial los clásicos. El 12 de junio de 1942, Annelise (Ana) Frank cumplió trece años y recibió el regalo que ella convertiría en uno de los testimonios más desgarradores sobre la tragedia del holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial.
Aquella chica de despierta inteligencia, de espíritu alegre e inquieto, dotada de un carácter fuerte y de una desarrollada capacidad para analizarse a sí misma y su entorno con aguda precisión, no sabía que ya era una escritora más que consumada y que habría de pagar el precio más cruel y elevado para obtener una fama póstuma y universal que ella nunca había deseado, y mucho menos aún a semejante precio.
Imaginen a una chica de trece años, plena de sueños y de ansias por empaparse de la vida que palpitaba ante sus ojos, obligada a privarse de su libertad física (ya que no espiritual) y confinada en el reducido espacio de una casa oculta, forzada a convivir las veinticuatro horas del día con otras siete personas.
Imaginen a esa chica que día a día experimentaba el terror de que los descubrieran, que tenía que pasarse horas y horas de absoluta quietud para evitar cualquier ruido delator, que cotidianamente soportaba las rencillas, las discusiones, los roces que lógicamente surgían entre tantas personas que sólo se tenían las unas a las otras. Pero su carácter optimista y activo no le permitía deprimirse seriamente, y además contaba con varias vías de escape: su imaginación poderosa, las abundantes lecturas y su diario.
Aquella Ana inquieta, charlatana y rebelde poseía una profundidad psicológica y un alma inmensamente fértil que, como vía de desahogo y búsqueda de la Amiga, se estaban desnudando prodigiosamente y honestamente en aquellas páginas que no fueron escritas con intención de pasar a la posteridad.
Su diario fue su gran refugio, el consuelo de las horas muertas que ella veía desgranarse con la esperanza de que toda aquella pesadilla terminaría para encontrar la libertad anhelada.
Durante dos años de impenitente encierro, veinticinco meses de enclaustramiento, Ana se fue convirtiendo en la mujer que habría podido llegar a ser. Frescura y madurez, una fascinante personalidad que quedó de manifiesto y plasmada brillantemente, para mi asombro y admiración, en una de las obras literarias que sitúo en la cumbre de la literatura de todos los tiempos. Precisamente por su sencilla maestría, por su absoluta honestidad, por el alma imperecedera de su autora y porque ella nunca la habría considerado una obra digna de pasar a la historia.
Ana Frank me sacude el corazón como ningún otro escritor consigue hacerlo, y es para mí esa amistad que ella siempre quiso tener; esa amistad que todos desearíamos tener...