Revista Libros
Casi tengo decidido convertir estas pequeñas entregas de Lectores Audaces en una suerte de solaz literario, intentando con ello crear un espacio de tregua, en medio de tantos y tan graves problemas. También escribo con la esperanza de que un día, al leer estas mismas líneas, las circunstancias hayan cambiado a mejor. Hoy vamos a tratar sobre una obra por la que siento verdadera debilidad: el Diario del viaje a Italia de Michel de Montaigne. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
En 1994 yo tenía un viejo automóvil. Se trataba de un SEAT 127 de tercera mano cuyo primer dueño lo había comprado en los años setenta. El pobre hubiera seguido dando servicio si yo, indolente, le hubiera cambiado el aceite a tiempo. Pero una mañana gélida lo intenté poner en marcha y el motor terminó gripado. Ya no me quedaba otra sino llevarlo al desguace. Allí, recuerdo, me dieron una cantidad testimonia por lo que ya no era más que una vieja chatarra, repleta de recuerdos. Como no quería que el pobre automóvil quedara sumido en el olvido más absoluto decidí comprarme un libro con aquel importe. Elegí, precisamente, el Diario del viaje a Italia, edición bilingüe de José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut (Madrid, Debate/CSIC, 1994). El libro, que aún conservo en perfecto estado, me sigue reportando horas gratísimas de relectura. Llama la atención, lo primero de todo, las lenguas en que está escrito. Bien sabemos que unos humanistas escribían en latín y que otros alternaban esta lengua con una moderna, y sabemos asimismo que este hecho pone a veces al estudioso de las letras latinas del humanismo en la molesta paradoja de tener que considerar de forma diferente a los latinos los escritos que aparecen en la lengua vernácula, al tiempo que los especialistas en lenguas modernas han relegado en más de una ocasión la obra latina de un humanista por la simple razón de no ser ya capaces de entender la lengua de Virgilio. Si Montaigne no escribió en la lengua del Lacio fue, ciertamente, porque ese no era su deseo, pues había aprendido latín antes que la propia lengua francesa. De esta forma, el diario del viaje a Italia está repartido en cuatro libros, el primero redactado en francés por el secretario de Montaigne, el segundo escrito ya de la propia mano de nuestro autor, para pasar, en el tercer libro, a la lengua italiana y volver, finalmente, en el cuarto, de nuevo al francés. Como tal diario de viaje que es, se trata de un libro importante para ilustrar acerca de lo que era un viaje en el siglo XVI, pues aunque las circunstancias materiales puedan ser las mismas, la interpretación de éstas difiere según el momento histórico.
No es, ciertamente, la misma idea de viaje la que podemos ver en la Peregrinatio Egeriae que la que vamos a encontrar en Montaigne, ni ésta será tampoco la misma si la comparamos con la de un viajero romántico como Stendhal. Montaigne emprende un largo viaje que dudará más de un año, tomando como punto de referencia los balnearios que salen a su paso, en la esperanza de encontrar alivio para sus cólicos, de los que, por cierto, nos va a ir dando cumplida cuenta en su diario. Hace más de diez años, cuando llevé a cabo mi primera lectura, tales referencias, que a menudo nos hacen pensar en un Montaigne de carne y hueso, me parecieron un tanto superfluas. Cuando al estrenar mi cuarentena tuve que sufrir un cólico nefrítico, mientras me practicaban las dolorosas y tediosas litotricias, pensaba a menudo en Montaigne y en sus cólicos. Él viajaba por Italia para buscar alivio, yo, sencillamente, miraba al techo de un hospital y contenía la respiración. (CONTINUARÁ)