Revista Cine
A una película sin auténticas pretensiones políticas (The Dark Knight Rises; algo que incluso ha admitido el propio director) se le han buscado lecturas políticas de diversa índole, mientras que a la película con más pretensiones políticas de la temporada (El dictador) pocos le han hecho caso, ignorando esas lecturas, tal vez porque su envoltorio de comedia ha llevado al público a no tomarla en serio. Ocurrió algo parecido con Machete: su factura de largometraje de serie B con toques de gore y un reparto insólito que mezclaba lo más alto con lo más bajo hizo creer al público que se trataba de una chorrada, de un divertimento de su director, cuando en realidad era una de las películas con más contenido político que hemos visto en los últimos tiempos.
Viendo el tráiler de El dictador uno podría pensar, erróneamente, que Sacha Baron Cohen y su director Larry Charles sólo arrean palos a las dictaduras de Oriente Medio. Y no es así: su crítica abarca los Estados Unidos y China, entre otros países, e incluso a las celebridades de Hollywood (resulta sano ver cómo algunos actores y actrices se han prestado a colaborar en la broma). Y no ahorra palos para lo políticamente correcto. En este sentido, véase la ácida sátira en torno a la tienda de alimentos del personaje de Anna Faris: en su local hay lavabos para lesbianas, los trabajadores que contrata pertenecen a las minorías estigmatizadas (mutilados, inmigrantes con problemas, etc), y ella misma es incapaz de discernir al dictador que hay dentro de ese tipo al que acoge en su establecimiento porque tiene el cerebro lavado con lo correcto. En una secuencia de la película el General Aladeen, camuflado como un ciudadano normal (guiño a El príncipe y el mendigo), decide tomar las riendas de la tienda de productos macrobióticos e imponer la disciplina (que no la dictadura) entre sus empleados, que se habían acostumbrado a robar, a trabajar poco y a no ordenar los productos. Por el contrario, el personaje de Faris acaba imponiendo algo de sentido común (que no democracia) al general. El resultado es una película que destruye la comedia romántica de amor al presentarnos a una pareja imposible: la dictadura y la democracia, encarnadas ambas por Baron y Faris.
El dictador, aunque es una comedia bastante bruta y divertida y constituye una afilada crítica política, se diferencia de las anteriores películas de Baron Cohen y Larry Charles en dos aspectos: ya no hay falso documental, sino ficción pura; y los dardos, puesto que muchos de ellos atañen a las dictaduras y a otros sistemas de gobierno, ya no hacen tanta pupa como en las anteriores entregas. Si en Borat y Bruno a veces se nos congelaba la sonrisa en la boca, ahora sólo podemos tener complicidad con sus autores cuando le están dando un repaso a los autoritarismos. Tampoco es la obra maestra que algunos críticos han querido ver: el director se limita a colocar la cámara aquí y allá y a cumplir sin alardes (y, aunque no lo crean, en la comedia también hay que ser muy hábil con la cámara: véase ese largo plano secuencia de Peter Sellers en el cuarto de baño de El guateque, algo que sólo hacen los grandes como Blake Edwards). Por cierto: impecable ese discurso final que, como muchas ya han señalado, conecta la película con El gran dictador de Chaplin.