Mike George @ Flickr.com (CC-BY)
Acabo de cumplir cuarenta y me ha dado por pensar que lo que llaman crisis no es sino la manifestación exterior de un dilema. Un dilema al que, particularmente los hombres, nos enfrentamos al subir a esta cuarta planta. Se trata, o al menos así lo veo yo, de una elección binaria. De una bifurcación excluyente, en la que solo hay dos caminos posibles: o te vuelves filósofo o te vuelves gilipollas.
A mí, según parece, me ha dado por lo primero. Y no, no me entiendan mal. Lo fácil sería creer que desprecio el gilipollismo, pero no es el caso. Al contrario, me parece una corriente social del todo necesaria. La grandeza de una nación no se mide en cómo trata a sus animales, que diría Gandhi, sino en como trata a sus gilipollas. Pero bueno, ese es otro tema.
Lo mío va porque lo de comprarme una Harley y adornarla con una muñeca de veinte no me cuadra, por múltiples razones que tanto tienen que ver con la falta de carácter como con la de talento. De hecho solo he intentado pilotar una moto en mi vida (en Vietnam y con nefastos resultados) y las pocas veces que he ligado ha sido a-pesar-de y no gracias-a mí mismo.
Por tanto, enfrentado a la única vía posible, me ha dado por la trascendencia. Por hablar siempre despacio y con los ojos entrecerrados. Por colocarme una aureola mística y vagar por las calles soltando constantemente frases del género sobre de azúcar (ahora entenderán lo de Gandhi). Estoy a un paso de comprarme una gorra de plato y empezar a fumar en cachimba. O de marcharme a un ashram a hacer un ayuno de tres meses. Este es, y lo digo con entusiasmo, el camino elegido.
Les voy a poner un ejemplo. Hoy, según salía de la ducha, antes de sentarme a escribir esto, me he dicho en voz alta: «A pesar de que soy ateo, debo esforzarme por imaginar la muerte como un campo de luz y no como un campo de tinieblas. Así me será más fácil acudir a su encuentro». Y eso en ayunas. Imagínense lo largo que se me va a hacer el día con esta cabecita mía.