Un tal Ronald Fischer, junto a Diana Boer, llevó a cabo un estudio en el que concluye que los factores más relevantes en la felicidad de un individuo son la autonomía y el individualismo, entendido éste como la libertad de decidir. Además, indican que el dinero no compra la felicidad, ni la hace, como reza el dicho. A mi me da la sensación de que el Sr. Fischer y la Sra. Boer, pese a las cuatrocientas mil entrevistas realizadas, lo que supone un arduo esfuerzo, no conocen los barrios marginales de numerosas ciudades del primer mundo ni casi todos los habitantes del tercero, que casi no es ni mundo, claro. Un planeta en el que cientos de miles de seres humanos perecen cada año por falta de agua potable, de comida o de medicinas, no puede tener un barómetro diferente al de las necesidades más básicas de la vida, para medir la felicidad del sujeto. En este pequeño Gijón del alma, hay muchos habitantes estupendamente alimentados y con acceso gratuito a una sanidad de lujo, que precisan contar las monedas para pedir una botella de sidra, que ayuda a tener satisfacciones, aún en los paraísos artificiales que un poco de dinero puede procurar. Es imposible autorrealizarse, como diría Maslow, sin un puñado de euros en la cartera, por más que se empeñen los neozelandeses, que tienen un país hermoso y rico. No sé que pensarán los ocupantes de las pateras sobre todo este tema, pero tengo la sensación de que a ellos, también les proporcionaría algo de bienestar el dinero puro y duro, el vil metal, el poderoso caballero. Difiero de la opinión de estos dos investigadores; además, me parece una solemne pérdida de tiempo. El rico, en general suele ser más feliz, aunque el hombre con tal cualidad no tuviese camisa; un buen amigo me decía siempre eso de que el dinero no hace la felicidad, sino que la compra, y sigo pensando que tiene razón. Soy un paleto.