Caminar sin rumbo es agotador, sobre todo cuando hace frío, estás sin blanca y no tienes posibilidad de sentarte en un bar a tomar algo caliente. Las tarjetas de crédito de Carlos no permiten un solo cargo más y tiene todas las que pudo obtener justo después de quedarse sin empleo:
5.000€ de Wizink
2.400€ de BBVA
2.000€ de Bankinter Card
1.500€ de La Caixa
1.500€ de Barclays Card
La típica huída hacia adelante de quien tiene que pagar hipoteca, préstamo personal, calefacción, luz, agua y comida. Con las tarjetas pagó los recibos mensuales de las propias tarjetas, los préstamos, la hipoteca, todos los recibos, la comida y la pensión de alimentos de Laura.
Mañana es Navidad y Carlos no sabe qué hacer para pagar el elevado precio de las ilusiones de Laura. Entra en un centro comercial y se dirije a la juguetería. Quizá si pasa todas las tarjetas, alguna acepte una última operación de 49,90€: una Barbie preciosa. Para recibir mañana, día de Navidad, una sonrisa, un beso y un abrazo de sus brazos pequeñitos no necesita más.
Encuentra la muñeca y se la lleva bajo el brazo hasta la caja. El estómago le sugiere por el camino que es un lujo demasiado caro, pero el corazón le lleva la contraria. “Ya comerás dentro de una hora en casa de tus padres”, se dice, “la Nochebuena te va a llenar el vacío interior que padeces desde esta mañana”.
Mientras hace cola, se fija en el carrito de la pareja que le precede. Está lleno de juguetes. La mujer, elegantemente vestida, señala a su muñeca y le dice a su marido que a Ana sencillamente le encantará. Olvidó su principal encargo: la Barbie que todas las niñas pijas de Madrid peinarán en sus casas estas navidades. Regresa al interior de la tienda. Diez personas más esperan delante su turno, tiene tiempo de sobra.
Regresa a los pocos minutos, descompuesta. Le dice a su marido que la Barbie, está agotada en todas las tiendas. Tiene que hacer algo. Miguel, que así se llama, se dirige a Carlos:
–Buenas noches, me llamo Miguel
–Buenas. Carlos –le estrecha la mano.
–Verá –carraspea incómodo–nuestra hija ha pedido para Navidad esa Barbie, la que usted tiene. Se ha agotado en tiendas y la suya es la última.
Carlos, inconscientemente, la aferra contra su pecho. Miguel es directo, todo lo directo que sabe ser un experto hombre de negocios:
–El dinero no es problema, se la compro ahora mismo. Antes de pasar por caja le doy el doble de lo que vale.
Carlos se siente una mierda, le vendría bien el dinero para sobrevivir hasta final de mes y podría comprarle cualquier otra cosa, pero piensa en la sonrisa de Laura y niega con la cabeza:
–Lo siento, mi hija también quiere esta muñeca.
Miguel mira a su mujer, que asiente con la cabeza. Saca una abultada billetera del bolsillo izquierdo de la chaqueta, la abre y a Carlos se le cae el alma a los pies. Está repleta de billetes, seguramente es dinero que cobra sin declarar, como tantos empresarios.
–El dinero no es problema –repite Miguel, con voz firme, pero sin atreverse a mirar a los ojos a Carlos–. Doscientos euros.
Un sudor frío le recorre a Carlos el pecho hasta la sien, en dirección contraria, de abajo a arriba, desde corazón hasta la cabeza. Nota palpitaciones en el cuello. Le entran dudas, tiene miedo.
Su preciosa Laura… ¿Cómo se le puede pasar por la cabeza “vender” la sonrisa de su niña? ¿Cómo cojones ha llegado a esta situación?
–¿Se encuentra bien? –pregunta Miguel, mirando de reojo. Es Navidad, cree que a ese hombre le hace falta el dinero y le ofrece más.
–Carlos, 350 euros le ofrezco y no se diga más. Tómese un café caliente, le veo mal color de cara.
En un abrir y cerrar de ojos Carlos tiende su mano ofreciendo la muñeca a ese desconocido. Su otra mano se llena de siete billetes de 50 euros. Todo se nubla a su alrededor. Siente que va a desvanecerse. Solo escucha voces, sin entender ni una sola palabra más. Se dirige a la sección de muñecas y coge una por valor de 20,00 euros. Es una barata imitación de la Barbie.
Tras pagar, sale despavorido de la tienda y, sin saber cómo, está ya en el portal de sus padres llamando al timbre.
Siete pisos, siete. No coge el ascensor. Sube andando sesenta y siete peldaños. Siete años tiene Laura. Siete días de la semana que va a hacer compra de comidas y cenas. Siete besos en la espalda que da a su niña antes de dormir. Siete arcadas con la bilis en el corazón.
Se debate entre el sentimiento de culpa y la triste sonrisa que se le dibuja en su pálido rostro. “No eres nadie”, se repite una tras otra vez hasta llegar asfixiado a la puerta del 7ºC.
–Ya estamos todos –sonríe mamá.
Una mesa preciosa con abundante comida para el maldito vacío que siente en su interior. Carlos se sienta al lado de su cuñado y su hermana. Tiene la mirada perdida y el bolsillo lleno con los billetes de un señor al que miserablemente se ha vendido.
Raúl, a mitad de la cena, se pone en pie. Como buen cuñado, tiene que hacer un espectáculo de cualquier tontería:
–Propongo un brindis –dice, con voz alta y clara, mientras mira a Carlos.
–Querido cuñado, tengo el mejor regalo de Navidad anticipado para ti. Pasado mañana tienes trabajo temporal por 6 meses en mi empresa. Contrato hasta fin de obra.
La cara de Carlos es un poema… Mañana es Navidad, pero ya no puede cambiar el regalo porque las tiendas han cerrado. Traga saliva y se pone en pie con una copa de vino que bebe ansiosamente de un trago.
–¡Feliz Navidad, cuñado! –exclama entre risas Raúl– ¡Sonríe hombre!, parece que hubieras visto un fantasma.
“El fantasma está en mi interior”, piensa Carlos. El fantasma, el monstruo, el demonio y el amor hacia su pequeña. Un puto cocktail de Navidad a punto de explotar.
Una lágrima recorre su mejilla desde el párpado izquierdo a la comisura de los labios. Sabe amarga, no salada.
¡Feliz Navidad! ¡Feliz Puta Navidad!
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