«Comunícase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare. Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma –¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!–, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor; y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!» (Cántico Espiritual 27, 1).
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«Tú ¡oh divina vida!, nunca matas sino para dar vida, así como nunca llagas sino para sanar. Cuando castigas, levemente tocas, y eso basta para consumir el mundo; pero cuando regalas, muy de propósito asientas, y así del regalo de tu dulzura no hay número. Llagásteme para sanarme ¡oh divina mano!, y mataste en mí lo que me tenía muerta sin la vida de Dios en que ahora me veo vivir» (Llama B 2,16).