Revista Cine
Escuchamos el pitido estridente de un ferrocarril.
La cámara, siempre desde fuera, nos muestra un tren de pasajeros que circula de este a oeste según el implacable sol de mediodía que alumbra el interior en el que vemos a Steve y Nella, una joven pareja blanca dándose arrumacos mientras observa, sonriente, el paisaje agrícola en el que un niño negro circula en una bicicleta, jugando.
Poco más atrás en el mismo tren, puede que en el mismo vagón, Sonny, un hombretón negro sentado en el mismo lado del tren, mira el paisaje y cuando se empiezan a ver casas recoge su somero equipaje: una caja de puros en la que guarda un viejo revólver, pequeño, de cinco tiros. El tipo se levanta antes de llegar a la estación para deslizarse por la puerta del vagón, dándose un revolcón en los hierbajos que festonean la vía férrea.
Quiere la mala suerte que el coche patrulla de la policía esté parado cabe la vía y rápidamente Sonny será interrogado por Willie Joe, extrañado de verlo saltar del tren. La buena suerte será que, con la caída, el revólver ha salido despedido de la caja de puros y el policía sólo verá la caja vacía.
Estamos en Somerton, Tennessee. Tanto la visión de Sonny compartiendo vagón con blancos como el vestido de Nella acreditan la época: ella usa una minifalda sobre la rodilla, apropiada para una joven recién casada y ya se ha dictado la Ley de Derechos Civiles (1964)
No todo es exacto pero hay mucho de cierto: Somerton es una invención de Jesse Hill Ford para evitar problemas al referirse a una historia real acontecida en el pueblo donde vivía, Humboldt, Tennessee, en el año 1955, que sirvió de base a una novela titulada The Liberation of Lord Byron Jones, publicada en 1965 consiguiendo gran éxito de crítica y público.
La fechas a priori son importantes: justo en 1965 se empezaban a notar los efectos de la citada ley que protegía los derechos de la población negra igualándolos a los blancos en algunos aspectos y el responsable de dicha ley fue el entonces Presidente de los Estados Unidos, Lyndon B. Johnson primero vicepresidente de Kennedy y luego Presidente de facto y posteriormente electo (20 de enero de 1965 hasta 20 de enero de 1969) que en los medios de comunicación usualmente era citado por sus iniciales: L.B.J.
Precisamente en el año 1969 William Wyler acababa de rechazar cualquier posibilidad de hacerse cargo de la dirección de Patton (por dos motivos: la presencia de George C. Scott, al que tomó ojeriza por poco profesional años antes [Wyler le hechó del rodaje de Cómo robar un millón... por llegar tarde al rodaje el primer día...] y permanecer medio año en tierras españolas, lo que no era del gusto de su esposa ni le convenía a la ya delicada salud del cineasta, a la sazón contando 67 años de edad y unas cuantas úlceras estomacales) pero seguía manteniendo el deseo de realizar una película de contenido social y más específicamente, racial, tema que nunca había abordado como él quería y que le vino a las manos cuando el productor Ronald Lubin le recomendó que leyese la novela de Jesse Hill Ford. Lubin había comprado los derechos cinematográficos de la exitosa novela junto con Stirling Silliphant que como quien dice acababa de ganar el Oscar al mejor guión adaptado por su trabajo en In the Heat of the Night como ya vimos aquí hace unos años y no encontraban ni estudio que quisiera patrocinarla ni director que quisiera dirigir una película semejante.
Wyler había finiquitado su relación con la Fox y se iniciaba con la Columbia, donde tenía previsto realizar seis películas, tres como director y tres como productor: cuando hubo leído la novela, se entrevistó con el autor y éste le aseguró que todo lo que contaba en el texto era absolutamente real: sólo había cambiado topónimos y nombres, pero los hechos, tal cual habían sucedido.
Con estos mimbres, Wyler inició la que a la postre sería su última película: The Liberation of L.B. Jones estrenada en 1970 y que se conoció en España con el título No se compra el silencio, traducción que proviene de otros países europeos como Francia, Italia y Portugal, cuyo origen se me escapa.
El título original hace referencia directa a un procedimiento inédito por inusual: esa "liberation" se incardina como forma procesal del divorcio y el divorcio, con ser legal en los Estados Unidos de Norteamérica, no era precisamente práctica común entre la población negra: la prosecución de la liberación del vínculo matrimonial ante la corte de justicia no era, por lo visto, usual entre los negros.
Uno de los protagonistas de la historia, que le da su nombre, George Lord Byron Jones, más conocido popularmente por el acrónimo L.B. Jones, es el negro más rico de Somerton: es quien regenta la funeraria más importante del territorio dando a los negros sepultura tan suntuosa como puedan permitirse pagando a plazos, eso sí, en vida.
L.B. Jones está casado con una joven atractiva y sexy, Emma, que contra todo sentido común mantiene relaciones adúlteras precisamente con un hombre blanco, casado y con tres hijas, nada más y nada menos que el policía Willie Joe, genuino representante de lo que de forma peyorativa los wasp llaman redneck
El entierra muertos, muy digno, acude al que considera mejor abogado de la población, Oman Hedgepath, a la sazón tío de Steve, que acaba de llegar con la intención de asociarse con su tío en el bufete y se sorprende al ver cómo Oman rechaza asistir jurídicamente a L.B. Jones recomendándole que se lo tome con calma y trate de soportar la cornamenta, insistiendo el marido engañado en que el divorcio se tramitará de mutuo acuerdo. Oman se niega y L.B. Jones se va defraudado. Steve se muestra sorprendido ante su tío y mentor por lo que considera inadmisible actitud racista, asegurando que él mismo se hará cargo del divorcio, a lo que Oman responde inmediatamente que ha cambiado de parecer y será él quien se cuide del proceso.
Pero la cosa se complica, porque si un divorcio entre negros de mutuo acuerdo resulta extraño para Oman, la sorpresa y la alarma surge cuando Emma le dice a su esposo que no piensa acceder tan fácilmente a darle el divorcio.
Cuando hablamos de grandes maestros del cine que ya nos han dejado siempre hay una parte de la conversación que se refiere a lo que haya podido ser su último período, sus últimas piezas, su postrera película. William Wyler, grande donde los haya, se despidió de la dirección más de diez años antes de fallecer relativamente joven (79 años. Woody Allen sigue trabajando a esa edad y Clint Eastwood, con 84, parece empecinado en marcar a fuego lento su propio declive) con una película que fue un fracaso comercial absolutamente injusto y ahora veremos el porqué de esta afirmación.
Como es de suponer, la novela de Jesse Hill Ford contempla muchos aspectos que en la película resultan desatendidos, concentrada en los aspectos más sangrantes, violentos y desagradables que se produjeron en Humboldt en 1955: con un metraje medido de una hora y tres cuartos, Wyler concentra sus esfuerzos en la población negra del ficticio poblado de Somerton (los exteriores se rodaron en el vecino condado de Lauderdale) y sus relaciones con los blancos o, más concretamente, con aquellos blancos que ostentan, detentan y en definitiva abusan de una autoridad y prestigio que les viene grande.
En esta ocasión Wyler no ofrece ni siquiera un momento de relajo en la tensión que se irá incrementando con un desarrollo clásico cargado de perfidia y fatalidad: la decisión tomada por L.B. Jones permanecerá inalterable a las presiones no tanto por el amor propio y el orgullo cuanto por la convicción que un desfallecimiento, una huída, significará la pérdida irremisible de una libertad ganada duramente con trabajo, sudor y valeroso empeño de prosperar en una sociedad adversa que, lejos de contemplar la calvinista convicción del funerario como un ejemplo maldice su suerte y envidia su automóvil con aire acondicionado.
El guión reviste una dureza inusitada que comportó en su día el alejamiento de buena parte del público estadounidense en una época en la que los conflictos raciales intensos pertenecían a cualquier archivo de la década con una intensidad hasta entonces desconocida: su rabiosa actualidad por la pertinencia de los hechos ha provocado el recuerdo de este comentarista y el deseo de ver de nuevo una película que en su momento circuló sin grandes alabanzas posiblemente porque Wyler no pudo contar con todos los medios que hubiese requerido una empresa semejante para superar la tristeza de la trama.
Wyler confiaba en que Henry Fonda se hubiera hecho cargo de interpretar al abogado Oman Hedgepath y ello no fue posible por cuestiones de agenda: la composición realizada por Lee J. Cobb es muy buena y efectiva pero el buen actor carece de esa fotogenia que distingue a las estrellas cinematográficas consiguiendo fácilmente la conexión con el patio de butacas: quizás consciente de ello, el personaje de ése lider de su sociedad no acaba de verse retratado con la fuerza precisa para evidenciar la contradicción ética de su conocimiento y su comportamiento, porque será el detonante de la tragedia y también quien procurará que todo quede bien tapado. La pareja de blancos más liberales o menos racistas, Steve y Nella, quedan en meros observadores críticos sin casi frases que sustenten y apoyen incluso las tesis del propio Wyler que, quizás expresamente, hace recaer en el espectador la valoración de lo que ha visto suceder, consciente de su veracidad, sin que aparezca el manido letrero de "basado en hechos reales".
El mantenimiento de la tensión recae sobre dos grandes actores de la segunda fila gloriosa del cine, ocasionalmente secundarios de lujo, aquí dispuestos a batirse el cobre en una composiciones admirables, firmes, sólidas, en dos personajes antagónicos que no hacen más que crecer en oportunas revisiones: Roscoe Lee Browne otorga una dignidad profunda al personaje de L.B. Jones, el marido engañado resuelto a acudir a la justicia a reclamar el mismo derecho que cualquier blanco pueda tener, sin miedo a nada, y Anthony Zerbe consigue hacerse odioso y repugnante como Willie Joe, el policía que satisface su lujuria imponiendo la fuerza bruta y su beneficio personal sin vacilar.
Lola Falana, una belleza de la época, irrumpe en pantalla reclamando atención inmediata por su generosa figura pero más aún por el nervio de su interpretación de una mujer joven ambiciosa y desaforada, valiente e intrépida en su grave inconsciencia que acarreará todos los males. Sin llegar al prototipo de mujer fatal sabe aprovechar las pocas escenas en que aparece para dejar su recuerdo imborrable como provocadora de la fatalidad. La presencia imponente de Yaphet Kotto alberga trazos de venganza y fortaleza pero cuando sobresale es en el momento en que Wyler, que siempre fue un maestro de actores, le acerca la cámara al rostro para extraer de él mil sensaciones y ninguna amable.
Wyler en su despedida demuestra ser cierta su afirmación en la que deploraba las críticas miopes de los chicos del Cahiers du Cinema porque no veían en él a un autor, siempre cambiante de estilo: el estilo, decía el maestro, debía acomodarse siempre al servicio de la historia que se narraba. Contando con unos medios más limitados que de costumbre no por ello abandona las virtudes cinematográficas que jalonan su carrera: las elipsis nos evitan momentos verdaderamente desagradables huyendo del exhibicionismo gratuíto: por ejemplo, queda patente una violación consumada cuando vemos a la víctima salir del coche con el vestido mal abotonado y el pelo revuelto y las muertes se nos hurtan incluso de medios planos.
La intención y la fuerza visual siguen como siempre en la pantalla, como sucede en la distinta iluminación de las escenas en los ambientes donde viven los negros más pobres, casi siempre con luz escasa y artificial y los ambientes de los blancos y también los del rico L.B. Jones, casi siempre soleados, luminosos. La fotografía pues al servicio de la intención, tanto como la propia caligrafía del director una vez más desechando los grandes espacios de otras historias más imponentes para centrarse en la angustia reflejada en los ambientes cerrados, próximos. La diferencia principal quizás radique en el uso de unas ópticas más modernas, menos clásicas, abandonando aquellos angulares que le proporcionaban juegos de profundidad de campo: da la sensación que Wyler pretende acercarse a la simplicidad artística propia de un documental como huyendo de la posibilidad que el espectador pueda buscar otra explicación, otra sensación que le aleje de la cruda realidad expuesta de forma diáfana y transparente.
Wyler ofrece un discurso circular pues tres de los componentes de la trama llegan en el mismo tren y partirán también en el mismo tren al finalizar todo: hay un cambio, no obstante: en la partida, Sonny se sentará en la fila de atrás de Steve y Nella, pero ya no estará pendiente de ver de nuevo el paisaje conocido y habrá cambiado de lado.
La banda sonora se la confiaron a Elmer Bernstein y me queda la duda relativa a su oportunidad porque no se significa demasiado con la trama aunque desde luego ayuda a conferir una cierta lejanía documental y objetiva de los hechos presentados reforzando la intención del director de entregar al espectador la facultad u obligación moral de emitir el dictamen relativo a lo visto.
En definitiva, una pieza absolutamente imperdible, rara avis difícil de encontrar -aviso- porque al parecer nadie tuvo mucho interés en mantener su exhibición a lo largo de todos estos años, siendo así que, desgraciadamente, no tan sólo permanece como muestra de una realidad doliente del siglo pasado sino que, atendidas las noticias reviste una rabiosa e hiriente actualidad.
Plus:
1.- Hay carteles, pósters, que explican demasiado, como ocurre con algunos tráilers. Aquí hay uno de los que cuenta demasiado. Si no se ha visto la película, mejor no mirarlo. Se diría hecho adrede para que nadie vaya al cine. Póster chivato.
2.- Como suele ocurrir a muchos grandes actores, su buen trabajo al representar a personajes odiosos empañan o perjudican la simpatía que el profesional merece. En otros casos, la sencillez oculta méritos acreditados. Después de ver la película, uno se queda pensando que, seguramente, Roscoe Lee Brown nunca más volvió a ver a Anthony Zerbe. Nada más lejos de la realidad. Ciertamente nunca más coincidieron en ninguna película, pero vaya si construyeron una buena relación, truncada por el fallecimiento de Roscoe. Ambos, acreditados actores de las tablas escénicas y dotados de un bagaje cultural apropiado, seleccionaron textos de poesía, teatro, literatura en general, los hilaron con monólogos propios y construyeron un espectáculo artístico literario con el que desde 1981 que se presentaron en el off broadway y por lo menos hasta 1998, dieron varias giras con la pieza Behind The Broken Words siempre recogiendo muy buenas críticas. En ocasiones así, da gusto y envidia sana comprobar que pantalla y realidad únicamente se unen por el arte.