El último adiós de Bette Davis es una pieza documental para los más nostálgicos pero también para los que no son devotos del cine clásico hollywoodiense. Basta simplemente con saber que Bette Davis fue una mujer de armas tomar y una diosa del panteón de Hollywood. Una foto de ella en pleno esplendor es suficiente para hacerse una idea de quién llegó a ser.
Pedro González Vermudez se encarga de contar cómo ha quedado en la retina de una ciudad el paso de Better Davis cuando recibió el Premio Donostia del Festival de San Sebastián. Era 1989. La película cuenta con las intervenciones tan valiosas como las del entonces director del Festival de San Sebastián, de su fiel acompañante allá a dónde fuera, de periodistas y otros responsables de su estancia en San Sebastián. La gran aportación de este documental no es tanto desentrañar cada instante de su estancia sino la de dar rienda suelta a los recuerdos y a manifestar el mito que se crea cuando una estrella acapara la atención. Por ello es que su música, el montaje por transiciones de fundidos vienen como anillo al dedo a este cuento.
Hollywood en los años 40 y 50 resplandecía. Era la cuna de un mundo de fantasía. La crónica rosa no era como la de ahora en gran medida. Entonces era un asunto elegante. Y parte de esa elegancia es la que intenta contener esta película. Se cuenta cómo la actriz, ya en sus últimos momentos de vida, cuidaba cada detalle de su puesta en escena, su persona y la sombra que proyectaba sobre quien se acercaba a ella. El último adiós de Bette Davis cuenta con momentos brillantes como las recreaciones a través de sugerentes maquetas de su paso por los diferentes lugares que visitó y mi escena preferida: la historia del Director de Escena del Festival interpretando cómo fue la entrega del Premio Donostia. Recreaciones que constatan que el género del documental está vivo y se acerca cada vez más a la memoria y a la sugestión, que juegan con la maleabilidad del recuerdo.