Cuando un hombre decide cursar una carrera de Ciencias de la Información se encuentra, como en la más recurrente de las óperas de Wagner, escuchando una serie de leitmotivs cuya cadencia no parece aminorar con el paso de los años. Entre ellos está la oración, repetida como un mantra laboral, ideológico y casi dogmático, que afirma que los comunicadores de masas son responsables de controlar al Gobierno y mantener la democracia, la libertad, el pensamiento múltiple y el funcionamiento de la sociedad tal y como la conocemos. Ahí es nada.
Remontémonos a la historia, empezando por lo más cercano. Pablo Larraín, en su recién estrenada película No, adapta a la pantalla un tema que ya había tratado Antonio Skármeta en su hermosa novela Los días del arcoíris: la caída del gobierno de Pinochet gracias al poder de la democracia, alentado por una exitosa campaña propagandística orquestada por algunos de los mejores publicistas del país. Un año antes de la publicación de la obra de Skármeta se concedió el premio Nobel a un concienzudo escritor de frustradas aspiraciones políticas, Mario Vargas Llosa, por hacer de sus textos un catalejo que nos ha mostrado la miseria de dictaduras que parecían lejanas pero estaban a pocas horas de vuelo en avión. En un pasado mucho más lejano, Neruda y Miguel Hernández recorrieron los campos de batalla de la Guerra Civil respaldando a las milicias republicanas con recitales de poemas nacidos de la muerte y la desesperación. Y entre tantos escritores refractarios, no olvidemos a algunos periodistas, como Berstein y Woodward, responsables directos de la dimisión de Nixon en la tan cacareada proeza del Watergate.
La literatura, la publicidad, el periodismo, es decir, la comunicación libre, han sido históricamente aliados de la democracia y del pueblo. Podemos volver a la Segunda Guerra Mundial, a las emisoras clandestinas que organizaban a la resistencia en su lucha contra el nazismo; o todavía más atrás y recordar los libelos políticos que se repartían en la Francia revolucionaria para extender la ideología liberal. Pero por sencillo que resulte remontarse al pasado es difícil regresar a la actualidad y encontrar algún ejemplo mínimamente efectivo. A día de hoy sigue existiendo la literatura de campo de batalla, aunque ahora tienda a centrarse en la economía y no en los fusiles ni las dictaduras; y por supuesto persiste el periodismo de investigación y denuncia, algo que en España estamos recordando con especial intensidad estas últimas semanas.
Y sin embargo, a pesar de las noticias, de todas las imágenes, datos y filtraciones que hemos ido recibiendo a lo largo de estos últimos años, la sociedad está relativamente tranquila. Se multiplica el ciberactivismo, cierto, si lo entendemos como atacar a los gobiernos junto con invisibles contertulios en el ámbito las redes sociales; pero, a pesar del ambiente social enrarecido, las revoluciones se reservan para países tan lejanos como las dictaduras, y las manifestaciones y huelgas siguen convocando sólo a las minorías. Tal vez las palabras han perdido su capacidad de convocatoria y unión, o quizás hayan nunca hayan sido suficientes para cambiar el mundo. Lo que es seguro es que hoy, la poesía, las novelas, los periódicos, están abandonando su antigua condición de arma cargada de futuro. Y que la democracia necesita mucho más que tinta, ondas de radio y efímeras exclusivas para poder sostenerse.
Periodismo del de verdad, que todos hemos leído:
http://politica.elpais.com/tag/caso_barcenas/a/
http://www.elmundo.es/elmundo/tags/5d/urdangarin.html
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