"Pienso en la madre alemana del pequeño soldado de dieciséis años que agonizaba el diecisiete de agosto de 1944, solo, tendido sobre un montón de piedras en el Quai des Arts, ella aún espera a su hijo. [...], sólo nosotras esperamos aún, con una espera de todos los tiempos, la de las mujeres de todos los tiempos, de todos los lugares del mundo: la espera de los hombres volviendo de la guerra. Estamos en ese lado del mundo en el que los muertos se amontonan en un osario inextricable. Esto sucede en Europa. Ahí es donde queman a los judíos, a millones. Ahí es donde se les llora. América, asombrada, mira cómo humean los crematorios gigantes de Europa. Me veo obligada a pensar en esa anciana de cabellos grises que esperará, doliente, noticias de ese hijo tan solo en la muerte, dieciséis años, en el Quai des Arts. Al mío, alguien lo habrá visto quizá, como yo vi a aquél, en una cuneta, mientras sus manos llamaban por última vez y sus ojos ya no veían. Alguien que no sabrá nunca quién era para mí ese hombre y cuya identidad nunca sabré. Pertenecemos a Europa, ahí sucede esto, en Europa, ahí estamos todos encerrados frente al resto del mundo. A nuestro alrededor los mismos océanos, las mismas invasiones, las mismas guerras. Pertenecemos a la raza misma que los incinerados en los crematorios y que los gaseados en Maidanek, pertenecemos también a la misma raza que los nazis. Función igualitaria de los crematorios de Buchenwald, del hambre, de las fosas comunes de Bergen-Belsen, en esas fosas hay una parte que es nuestra, esos esqueletos tan extraordinariamente idénticos son los de una familia europea. No es en una isla de la Sonda ni en un lugar del Pacífico donde han tenido lugar estos acontecimientos, es en nuestra tierra, la de Europa".
Marguerite Duras es una mujer que espera. Marguerite Duras es una mujer que, como tantas otras en todos los tiempos y en todos los lugares, espera la vuelta de un hombre de la guerra. Marguerite Duras ansía el regreso de su marido de un campo de concentración. Marguerite Duras espera combatiendo el desespero ( "He de estar sobre aviso: no sería nada raro que volviera. Sería normal. He de tener mucho cuidado y no convertirlo en un acontecimiento extraordinario. Lo extraordinario es inesperado. He de ser razonable: espero a Robert L., que debe volver"). Marguerite Duras espera en Francia, Europa, por lo que no se diferencia mucho de esa otra mujer que en Alemania, también Europa, espera a su hijo de dieciséis años (de cuántas esperas estériles hubiera sido artífice ese muchacho de contar más años; de cuántas fue quizás ya responsable a sus dieciséis). Marguerite Duras escribe en su diario: "Yo lucho contra las imágenes de la cuneta oscura".
Marguerite Duras y Robert Antelme se casaron en 1939. En 1942 la escritora conoció a Dionys Mascolo, el cual se convirtió en su amante. Los tres eran miembros del mismo grupo de la Resistencia francesa, al cual también perteneció François Mitterrand. En junio de 1944 Robert Antelme fue capturado durante una emboscada y enviado a un campo de concentración.
La espera del regreso de Robert Antelme por parte de su todavía esposa es relatada por esta en el diario con el que da inicio el libro que hoy os traigo. En ese diario Antelme es Robert L., Mascolo es D. y Mitterrand es Morland. Duras encuentra el diario años después, cuando ya ni recordaba haberlo escrito, y afirma haberlo dejado intacto para su publicación.
Duras no comienza la redacción del diario inmediatamente al arresto de su esposo. No es hasta la primavera siguiente, habiendo sido Francia ya liberada y con el final de la Segunda Guerra Mundial por fin en el horizonte, que da comienzo al mismo. Antes, "el miedo por Robert L. se limita al miedo de la guerra. No se sabe aún lo de los campos. Estamos en agosto de 1944. Sólo en primavera se sabrá. Alemania pierde sus conquistas, pero su suelo aún permanece inviolado. Nada se ha descubierto aún de las atrocidades nazis. Lo que hace temer por los prisioneros, por los deportados, es la fantástica debacle que se anuncia. Aún seguimos vírgenes de todo saber en lo que se refiere a lo ocurrido en Alemania desde 1933. Estamos en los albores de la Humanidad, una Humanidad virgen, virginal, que aún lo será durante unos meses. Nada ha sido revelado todavía sobre la Especie Humana". La especie humana es, precisamente, el título que llevará el libro que Robert Antelme escribirá más tarde sobre su estancia en uno de esos campos del horror.
El Robert L. que vuelve a Marguerite Duras no parece pertenecer a la especie humana tal y como la concebimos los que no hemos conocido es tipo de horrores. Su mujer solo reconoce de él su sonrisa. Son 38 kilogramos de peso para un cuerpo de 178 centímetros. Es un despojo humano que llora cuando, ahora que está por fin de vuelta en casa, le vuelven a negar la comida. En su estado no es consciente de que el precario equilibrio entre que muera por comer y que muera por no comer es algo harto difícil de combatir.
Duras también ha perdido peso. Nada comparable con lo de Robert L., por supuesto, pero es comprensible que la desesperanza de la espera y la inquietud tras la detención de su esposo hayan hecho mella no solo en su ánimo sino también en su estado y aspecto físico.
"Esa mañana siento con gran nitidez que el que detiene judíos y los envía a los crematorios es el mismo que soporta el espectáculo que yo ofrezco a sus ojos, el de una mujer flaca y enferma, no lo soporta si es por culpa suya. Con frecuencia dirá que si lo hubiera sabido no habría detenido a mi marido. Cada día decidía mi destino, y cada día, si lo hubiera sabido, decía, mi destino habría sido diferente. Lo haya sabido o no, antes o después, mi destino estaba en sus manos. Ése es el poder otorgado a la función policial. Pero, en general, en la Policía no hay contacto con las víctimas, él tenía, al conocerme, la confirmación de su poder, conocía la suerte maravillosa de entrar en la sombra de sus actos, de gozar de esta clandestinidad de sí mismo a sí mismo".
Es a un miembro de la Gestapo al que se refiere la escritora francesa en el fragmento anterior. El dolor se compone, además de del diario ya mencionado, de otros cinco relatos ambientados en esa época, tres de ellos autobiográficos. Es en El señor X. Aquí llamado Pierre Rabier en el que Duras nos habla de ese miembro de la policía secreta. Lo conoce cuando a los pocos días de haber sido detenido su marido acude a la cárcel de Fresnes a llevarle un paquete. Se trata de un tipo con cierto toque de megalomanía del que la escritora destaca su imbecilidad. Un tipo que en el fondo adolece de una gran soledad y del que la autora francesa diagnostica que "yo fui su error. Habría podido arrestarme cuando hubiese querido. Encontró en mí un auditorio que sin duda nunca había tenido, incansable. El ser escuchado hasta tal extremo le turbó tanto que cometió imprudencias, primero intrascendentes y luego cada vez más graves, pero que en la más sencilla lógica debían conducirle a la ejecución".
Duras tiene la habilidad de esbozar con muy pocas palabras retratos psicológicos de varios tipos de individuos de esa especie humana que protagoniza este libro y a la cual pertenecemos. Si el hombre al que esconde tras el nombre de Pierre Rabier "no recuerda más que sus buenas acciones, no recuerda en absoluto haber sido brutal" , Ter el miliciano, al que nos presenta en el relato homónimo, ni siquiera es consciente de las brutales consecuencias que tienen sus actos, pues "en la cabeza no tiene pensamientos, sólo deseos". "Así es Ter, simple. Como una especie de planta. Ter". "[...] no tenía orgullo, nada en la cabeza, nada sino infancia". Es esa simplicidad la que despierta la simpatía de Duras y D.. Es esa simplicidad la que lo hace no menos peligroso que Rabier.
En Ter el miliciano Marguerite Duras se llama a sí misma Thérése. Asistimos así a una especie de desdoblamiento de la autora: narra en primera persona, como si fuera un testigo presencial, y se trata a sí misma como un personaje; es como si se viera desde afuera.
En Albert des Capitales, relato anterior al recién mencionado, la autora recurre a la misma técnica. Ella misma lo explica de la siguiente manera: "Thérése soy yo. La que tortura al chivato, soy yo. [...] Os entrego a la que tortura con el resto de los textos. Aprended a leer: son textos sagrados".
Para mí, Albert des Capitales es el texto sagrado de entre todos los que componen este libro. Está escrito con una distancia que es necesaria pero que asusta, con "una cólera tranquila".
Francia acaba de ser liberada. Thérése, como ya sabemos, es miembro de la Resistencia. Acaban de capturar a un chivato. Se trata de un hombre que "tiembla. Tiene miedo. Miedo de nosotros. De nosotros que tuvimos miedo. De los que tuvieron miedo él tiene mucho miedo".
Thérése es la encargada de dirigir el interrogatorio. Quiere saber, desentrañar la verdad, averiguar "el secreto de lo que ayer le hacía todopoderoso, inaccesible, intocable".
Marguerite-Thérése ordena: "dadle", y otros dos miembros de la resistencia "le dan. Son como máquinas bien engrasadas. Pero de dónde viene, en los hombres, esta posibilidad de golpear, de acostumbrarse a golpear, de hacerlo como un trabajo, como un deber".
El chivato "está perdido: el que muera o se libre ya no depende de Thérése. Eso no tiene ninguna importancia. Se ha convertido en un hombre que ya no tiene nada en común con los demás hombres. A cada minuto la diferencia aumenta, se instala".A cada minuto que transcurre mientras leo este relato se instala en mí una mezcla de negación y estupor.
Leo y pienso en el marido que recuperará esa Thérese que es Marguerite, en lo que le costará reconocer en él algo en común con los demás hombres. Leo Albert des Capitales, leo El dolor y pienso en cómo conciliar las víctimas y los verdugos; en cómo compatibilizar a Marguerite con Thérése, a la mujer doliente que espera y a la mujer que tortura y causa dolor; en cómo reconciliar esa dualidad de la especie humana.
"Yo no estoy resentida con los alemanes, a eso no se le puede ya llamar así. Pude estar resentida durante algún tiempo, era un sentimiento claro, nítido, resentida hasta exterminarlos a todos, hasta el número completo de habitantes de Alemania, suprimirlos de la tierra, hacer que no vuelva a ser posible. Ahora, entre el amor que tengo por él y el odio que les profeso, ya no sé distinguir. Es una sola imagen con dos caras: en una de ellas está él, con el pecho frente al alemán, con la esperanza de doce meses que se ahoga en sus ojos, y en la otra cara están los ojos del alemán, que apuntan. Éstas son las dos caras de la imagen. Entre las dos debo elegir: a él que cae rodando en la cuneta, o al alemán que se vuelve a colocar la metralleta al hombro y se va. Yo no sé si tengo que ocuparme de recibirlo en mis brazos y dejar huir al alemán, o dejar a Robert L. y agarrar al alemán que lo ha matado y saltarle los ojos que no vieron los suyos".
"Su cara sangra abundantemente. Tampoco antes era un hombre como los demás. Era un chivato de hombres. No se preocupaba de saber por qué motivos le pedían que se chivara. Ni siquiera los que le pagaban eran amigos suyos. Pero ahora no se le puede comparar con nada vivo. Incluso muerto, no se parecerá a un hombre muerto. Será un bulto en el vestíbulo. Puede que sea tiempo perdido. Habría que terminar. No vale la pena matarle. Tampoco vale la pena dejarle vivir. Ya no puede servir para nada. Es completamente inútil. Justamente porque no merece la pena matarle se puede seguir".
Me pregunto si los nazis alemanes verían a Robert Antelme y al resto de prisioneros y muertos en sus campos como Marguerite Duras vio a ese chivato: como un bulto que no sirve para nada y al que lo mismo da matar que dejar morir. Me pregunto si así somos: miembros de la misma raza. Me pregunto si somos así la especie humana.
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