Hace unos años conocí a este señor del que, paradójicamente, no recuerdo su nombre. Ambos estábamos internados y un poco desesperanzados. Él era un anciano senil y yo acababa de cumplir mi mayoría de edad; como fuera, los dos compartíamos la misma realidad.
Lo llamaré simplemente “Don” por la razón que ya he mencionado, y porque además no podría inventarle un nombre cualquiera a aquella cara tan particular.
Viví con Don varias semanas, quizá hasta un poco más de un mes, y lo vi en el comedor o el salón casi todos los días. Llevaba siempre de escolta una enfermera que lo trasladaba en su silla de ruedas hasta dejarlo en un punto fijo donde permanecía inmóvil durante horas, inmerso en sí mismo, a menos que su presencia interviniera con las nimiedades del día como necesitar correr la mesa o cambiar de canal. Entonces alguien lo movía como si fuera una planta, o peor aun, una maceta, que estorba con su quietud el ajetreo de los vivos. Rara vez hablaba con alguien más que la enfermera de turno o algún otro paciente aburrido que palmeaba su hombro y le preguntaba “qué tal”.
Uno de esos días que parecían como todos, lo situaron en el medio de la sala, justo en frente de un grupo que se hallaba haciendo manualidades. Claro que como eso no era lo habitual, puedo imaginar su extrañez o inquietud, quizá hasta su miedo, y lo que probablemente le pidió a la mujer tras su espalda. Tal vez una presentación. Agua. O que lo sacaran de allí.
Cual haya sido el caso, la enfermera nos dedicó unas palabras (más dirigidas a él que a nosotros) y dijo algo sobre su profesión, que fue escritor y profesor de Historia, refiriéndose siempre en pasado y hablando de su vida como si existiera ya solo en el recuerdo o le perteneciera a otra persona. Pero sin darnos cuenta, ese acto sencillo le dio por primera vez un nombre al hombretón con piel de pasa. Como he dicho, no lo recuerdo, pero sí conservo el momento en que intercambiamos miradas, con él y entre nosotros, hasta que una de las pacientes dijo: “Buen día, Don”.
Él respondió de forma que pareció dirigirse a un auditorio o una clase, y corroboró lo que la enfermera había dicho. Quizá fue su lucidez momentánea la que atrajo nuestra atención e instó a que el grupo se dividiera entre los que continuaban con sus manualidades oyendo y sonriendo de costado, y los que nos dimos vuelta para mirarlo de frente. Don tenía una voz antigua. Carrasposa, salía de su boca como la grabación vieja de algún tango que se escucha hoy en Internet y cuya calidad parece paupérrima para los tiempos que corren. Casi inadecuada.
Mi compañera volvió a hablarle, esta vez para preguntar sobre sus años de profesor, y él dijo algo sobre Roca o San Martín que nos hizo reír a todos. Fue ahí que, entre revistas cortadas y relojes de papel, asistimos a la primera de una serie de clases que Don nos brindaría.
A decir verdad, todos ganábamos algo con ello. Las mañanas en la internación eran en extremo aburridas y las pocas actividades que teníamos disponibles se concentraban en dos días a la semana, dejando el resto de horas vacío y sin muchas opciones. Además, Don contaba las historias con un tono simpático y mordaz y, en última instancia, no importaba mucho la veracidad de lo que se dijera sino que el tiempo se iba rápido y sin esfuerzo habíamos llegado al mediodía con la convicción de haber aprendido algo.
Por su parte, él también nos necesitaba. Sin las lecciones diarias su existencia se limitaba a pasar las horas en las habitaciones del fondo o, en el mejor de los casos, a ser alimentado, atendido y transportado de aquí para allá como un algo despersonalizado. En la vereda del frente estábamos nosotros: un grupo variopinto que oscilaba entre las edades más tempranas hasta los de su misma condición, que en su universo y con su propia frecuencia, también lo escuchaban.
Creo que durante las semanas que duró aquella reciprocidad ambas partes pudimos, al menos por el tiempo de la clase, dejar un poco atrás lo triste de aquella realidad.
Sin embargo, había días en los que Don no iba al salón por las mañanas ni tampoco almorzaba con nosotros en el comedor compartido. Había muchos otros en los que su silla plateada ni siquiera asomaba por el pasillo para confirmar al menos que estaba bien. A veces recibíamos una explicación por parte de las enfermeras, como que aún dormía o no se encontraba de ánimo. A veces no. Entonces todos sabíamos que Don atravesaba uno de sus días malos.
Pero casi siempre que comenzábamos a extrañarlo con la mezcla de preocupación e incertidumbre con la que se extraña a los viejos, alguna enfermera lo acercaba al salón y él le cobraba al día las horas perdidas con una clase maratónica. Cuando no podía hacerlo, se quedaba en silencio contemplando un punto o una cara sin distinción como si fuera la primera vez que la veía. Entonces los habitués de sus clases le contábamos sobre las noticias o hacíamos alguna afirmación polémica que debiera refutar, en vano, claro, porque Don con suerte nos respondía un balbuceo ininteligible que le mojaba la boca y el cuello hasta que alguien se acercaba a limpiarlo.
Poco a poco los días malos se convirtieron en todos los días. La transición fue vertiginosa para quienes lo queríamos, aunque la gran mayoría del grupo prescindió de él intercambiando los encuentros por la lectura de alguna revista vieja. Los primeros seguíamos reuniéndonos en el mismo lugar cerca de las diez para rememorar sus dichos o alguna anécdota. Nos resistíamos a su ausencia y a pasar las horas jugando cartas o encerrados cada uno en su habitación. De esa forma lo manteníamos presente a él y, en mayor medida, a nosotros mismos.
Pero entonces, un día Don se fue. Llegó a buscarlo su hijo, a quien nunca antes habíamos visto, y tomó el mando de la silla de ruedas dirigiéndose hacia la puerta principal. Oímos que lo llamó por su nombre de pila en vez de “papá” y se guardó en los bolsillos del saco los frascos de la medicación que le dio la enfermera. Aquél hombre parecía tan apurado que arrastró con su urgencia hasta la parsimonia característica de Don.
Nos reunimos todos en la mesa del salón y lo observamos irse en silencio. De repente, uno de los chicos gritó “¡Chau, Don!” y aunque en verdad nunca supimos a ciencia cierta si reconoció la voz, él levantó su mano en respuesta, diciendo como de costumbre “Adiós”, y dando por terminada la última lección.