Con 15 años y en Bilbao, los únicos dioses que yo conocía eran las guitarras a todo trapo, las voces quebradas y las letras más o menos contestatarias que me hacían ver que alguien podía entender la angustia de unos años 90 muy diferentes –por suerte- a la década siguiente. Y entre Platero y tú, Extremoduro, Rosendo y otros grupos más o menos conocidos, siempre la voz de El Drogas, el cantante de Barricada que sabía expresar como nadie lo que era vivir en el norte en aquella época.
Reconozco que tenía miedo de que El Drogas fuera un documental laudatorio y ególatra centrado en su figura y sin ningún tipo de distancia crítica. Y sin embargo es el repaso a una vida con altos y con bajos, con momentos oscuros de los que nadie elude hablar y una filosofía de vida única: la de Enrique Villarreal, uno de los pocos músicos que en 2020 tiene la suerte de seguir en activo a los 61 años haciendo y diciendo, literalmente, lo que le da la real gana.
Lo que esperaba del documental eran trallazos de música como ‘Barrio conflictivo’, ‘Balas blancas’ o ‘Esta es una noche de rock & roll’, apariciones de Fito o Kutxi Romero, que vivieron el auge del rock en castellano junto al Drogas y un repaso a su historia. Todo eso está, pero, además, tiene algo que no esperaba: corazón. Alma. Una manera única de sincerarse frente a la cámara y contar cómo la vida, al final, es como las piedras que botan sobre el agua, txipi-txapa.
Pasó algo totalmente inesperado durante su metraje: lloré. Lloré mucho durante los 80 minutos del documental, que no duda en meterse de lleno en temas que cualquier film autofelatorio habría pasado por alto. El Drogas habla de, bueno, la adicción a las drogas que casi destruye a su familia y de cómo la literatura (y Kutxi) salvó su vida. Y te rompe un poquito. Pero también de la (injusta, injustísima, imperdonable) expulsión de Barricada, del cruel destino reservado para Boni y del reencuentro entre ambos en un marco único. Y te rompe un poco más. Para cuando El Drogas canta ‘Todos los gatos’ en acústico junto a su hija, el corazón se te ha quedado blandito del todo.
En El Drogas he dejado de ver a mi ídolo como una figura de piedra irrompible, y le he visto como algo mejor: una persona como cualquier otra, que juega con sus nietos, que persigue sus sueños, que hace discos sobre temas que le apasionan aunque sean lo menos comerciales posible, que trata de enmendar sus errores, que trabaja todos los días y que intenta disfrutar de la vida. Porque El Drogas es, al final, exactamente eso: una celebración de estar vivo y, al mismo tiempo, un homenaje a uno de los mejores músicos de la historia de España.
Su montaje, además, impide que sea una historia contada solo por bustos parlantes. En el documental podemos ver escenas de su vida cotidiana, recortes de prensa, vídeos de archivo, canciones, reflexiones en la naturaleza… Los invitados a hablar sobre la vida de Enrique son viejos rockeros que no podrían estar mejor escogidos o editados dentro de la película: un despistadísimo Rosendo, un salvador Kutxi Romero y un hablador Fito Cabrales. Además, sale Christina Rosenvinge pero no termina de pintar nada.
Ver El Drogas es como meterse un poco de vida pura. Escuchar a alguien tan alejado del prisma de la música actual (pero que, ojo, la defiende con sonoridad), que ya cantaba canciones feministas en 1984 (‘Mañana será igual’) y que ha entendido lo que es hacerse viejo con dignidad, por fin probando lo de ser un músico glam a los 60 y homenajeando a David Bowie en lugar de encasillarse en la ‘Pasión por el ruido’. Sigas o no sigas su carrera, este documental dirigido por Natxo Leuza es una de las grandes películas del año. Emoción a flor de piel, filosofía de vida, lágrimas que saben a fracaso.
Y, en medio, una persona que ha visto a demasiada gente irse de su vida. El melancólico, sí, pero también sabio y poeta Enrique Villarreal, convertido para las nuevas generaciones en un simple meme: El Drogas. No os la perdáis.
El Drogas (Natxo Leuza, 2020)
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