Revista Cultura y Ocio
Habían pasado más de siete años desde la última vez que Cecilio Valbuena visitara Paraíso Alto. Sus sentimientos hacia aquella villa turolense estaban entreverados con la vergüenza y la nostalgia.
Los yermos parajes se habían tornado ubérrimos prados asilvestrados, allá donde la tierra fuera limosa y parda.
Observó el aspecto asalvajado de los valles y colinas que lindaban con la hacienda de Minerva. Incluso más allá, donde la vista se fundía con la lontananza, se percibían los contornos hebrosos de extensos maizales que nadie trabajaba.
Crecían montaraces, sin más amo que el Sol y el viento…
Un verdor con ínfulas de amarillo chillón coloreaba el horizonte sobre hectáreas de bucólica presencia. La hacienda de Minerva debía estar cerca… acaso abrazada a los pastos. Espadañas y aneas inventaban un mosaico natural de filamentos espigados arracimados.
Los campos áridos de Paraíso Alto se habían transformado en una jungla de titulación pastoril. Cecilio se abrió paso entre la maleza, de crecimiento autónomo, evocando antiguos escarceos con la lozana Minerva: su primer y único amor, a quien dejara plantada en el altar en un inopinado arranque de pánico y dudas existenciales…
La recordaba rubicunda y feliz, con su larga cabellera bruna, rostro ovalado y anatomía rebosante. Siempre se configuraba en su faz una curvada sonrisa pícara e insinuante; los prolegómenos de la tentación.
Minerva siempre estaba encendida para él, como un faro en la noche. Jamás miró a otro hombre con el deseo como consigna. Por ello, no daba crédito a la perorata desmandada de Eugenia, la castañera. Le había contado que, tras su ausencia, rubricada por el desplante oprobioso, se había vuelto extremadamente procaz y promiscua. Alternaba tanto con hombres como mujeres de cualquier condición, estado civil o edad.
Eladio, el herrero, corroboraba la historia de libido desenfrenada y añadía un ingrediente malsano: Minerva había perdido la chaveta y ahora se dedicaba al arte contemporáneo, recluida en una chabola en medio del campo, hablando sola y riendo sin motivo…
Lo mismo dibujaba zapatillas que crecían en árboles de semblante lagomorfo que esculpía corceles ataviados con traje de etiqueta y chaqué. En la tahona de Hermenegildo, Daniela y Benita, las chismosas regionales, contaban que se habían enterado de que trabajaba de sol a sol en su próxima exposición estrafalaria: ARTE DOMÉSTICO.
Cecilio comenzó a casar piezas descabaladas y proyectó una imagen de la voluptuosa Minerva, tejiendo calcetines con fauces lobunas y cuberterías flotantes que hablaban con refinadas vajillas, platos, cubiertos, ollas y sartenes.
Su casa, triangular, un chamizo, de madera blanca, engullida por ronchas de cochambre oscura, emergió por fin tras la tupida vegetación, acomodada entre dos olmos que competían por atrapar la luz.
Reparó en un rudimentario poste blanco frente a la vivienda, donde podía leerse: EL EDÉN DE MINERVA. VISITA MI EXPOSICIÓN DE ARTE DOMÉSTICO.
La casa, así como el entorno, tenía por compañero al abandono que conferenciaba con los muertos.
En cierto modo se sentía responsable. Si él no hubiese salido despavorido por temor al compromiso siete años atrás… Ahora serían felices. Vivirían en una inmensa casona solariega, rodeados de niños y campos de azucenas. Había regresado a Paraíso Alto con la firme intención de redimir su culpa y pedirle a Minerva la exoneración.
Le compensaría por todo el daño que le había provocado. Vivía holgadamente en un apartamento junto a Central Park.
No se proyectaba el menor fulgor desde el interior. Minerva no se encontraba allí en ese momento. Esperaría. Repasó mentalmente qué palabras utilizaría para blandir su huera defensa. No encontró ninguna. Su acción había resultado desleal y pérfida.
Estaba nervioso; había pasado tanto tiempo… ¿Qué le diría cuando le viera ante su casa, siete años después, retomando el inciso de su afrentosa fuga?
¿Movimiento imaginario y fugaz? Una cortina mecida… el paso de un fantasma oscuro tras la ventana…
Cecilio creyó vislumbrar una silueta agazapada tras la ventana cubierta de mugre. Se acercó a la puerta y llamó con los nudillos. No hubo respuesta, la puerta estaba abierta, entornada…
Entró, sigiloso, torpe, como un ratero inexperto que tropezara con todos los muebles y encendiera las luces de la casa al apoyarse contra una pared.
La casa estaba completamente vacía. Un salón desangelado, sin mayor abrigo que el polvo hacinado en los rodapiés y unos trapos colgando de un riel.
Al fondo, tres puertas triangulares negras con rombos blancos y rojos. Optó por la del medio, que resonó con un gemido bovino cuando accionó la manivela de plata deslucida.
Más allá, otra puerta, cruzando una estancia desierta. Era de plástico, a tiras perfectamente regulares, como las que uno podía encontrar en los mataderos. El hedor, al otro lado de la franja translúcida, era insoportable. Se abrió paso entre cartones agujereados, bolsas, botellas de vidrio enmohecidas, probetas y otros trebejos baladíes.
Cecilio se vio rodeado de toscos moscardones, enormes, revoloteando atontados…
El olor a sangre coagulada lo invadía todo… sangre coagulada, o todavía babeante, descendía en grotescos arroyos de manos, cabezas, torsos, pechos, piernas y pies que pendían del techo como arañas de un palacio.
En las paredes, unos rótulos bermejos anunciaban: MINERVA GRAUSS. EXPOSICIÓN DE ARTE DOMÉSTICO.
¿Arte doméstico? Lo llamaba arte doméstico… Minerva, el gran amor de su vida, que con los años se había vuelto loca, había conciliado en su hogar dos conceptos grotescos y antagonistas: la muerte en su estado más truculento y atroz y el arte, transformado en masacre carnicera.
Salió de allí reprimiendo las lágrimas y las arcadas. A duras penas llegó de nuevo al salón, tambaleándose como un gaznápiro borracho.
Se abrió la puerta de la casa. Un nuevo visitante…
Minerva, ya estaba de vuelta, o tal vez nunca se fuera. Tal vez le esperaba, escuchando detrás de alguna de las dos puertas triangulares que había desestimado para pronunciarse por la del medio, la que él había traspasado momentos antes…
Se encontraron en el desamparado salón, como dos almas huérfanas en medio de un abismo insondable. Durante unos segundos, Cecilio observó a su amada sin reconocerla en absoluto, tratando de hallar en su mirada alucinada un mínimo atisbo de aquel fulgor apasionado que le enamoró…
Minerva había desaparecido… aunque seguía siendo hermosa, su belleza lo era tanto como podía serlo la de una bestia en su hábitat natural…
Sus ojos oscuros parecían viciados por la perpetua enajenación; oteaban embelesados el origen del universo y la formación de las galaxias…
Cuando sus miradas confluyeron no hubo reconocimiento ni amor. No hubo instante mágico de reencuentro y reconciliación. Sobraban las palabras, eran ya vacuas las explicaciones de su marcha precipitada y ruin. El inciso de años de separación no venía solapado a suaves melodías de emoción.
Minerva, la dulce Minerva, plantada ante el altar, observó a su presa enjaulada. En su mano derecha portaba un machete de matarife ensangrentado. En la izquierda, la cabeza decapitada de una mujer.
Toda la magia que pudiera haberse concitado en aquel momento se desprendió de posibilidad, para tornarse pesadilla funesta y último hálito de vida.
-Pero… ¡Dios mío, Minerva! ¿Qué te ha sucedido? ¿Qué es lo que has hecho?
Ella sonrió, contemplando el cosmos delineado en el techo, y la formación de las galaxias, atravesando la escayola en estallidos de colores. Avanzaba desafiante, dejando un reguero de sangre que salpicaba desde la punta del machete tiznado de carmesí.
Cuando habló, cuando sus labios se separaron para proferir unas palabras, fue una sentencia lo que escuchara Cecilio por última vez en toda su vida:
-Primero acabaré con ella, después, empezaré contigo. ¡Qué afortunado eres! Formarás parte de mi nueva muestra de arte doméstico, ¿no es maravilloso?
-EL EDÉN DE MINERVA- VÍCTOR VIRGÓS-